No recuerdo la última vez que vi un partido de fútbol completo. Es decir, fijar mi mente y mi tiempo a ese único e irrepetible momento. No lo recuerdo porque seguramente no era importante. Eso no quiere decir que no disfrute de una buena jugada o una de esas celebraciones que te enchinan la piel, aunque admito que soy un ferviente seguidor de esos extraños pero emocionales sucesos del juego justo que abundan en Internet.
En resumen, no soy un seguidor del fútbol. Tal vez menos ahora que antes. No me defino con una camiseta y me cuesta no bostezar en alguna final, a pesar de saberme los nombres de casi todos los jugadores que pasan de la media fama.
Pero más allá de la acusación que se pueda hacer en contra del fútbol, y del circo que tiene como objetivo ser un distractor social (que si no es el fútbol, lo será el perro que se rasca frente a la banqueta), no se me hace justa esa acusación que se hace desde la generalidad, desde la lejanía. No se me hace justa esa queja del fútbol como un cúmulo desorbitado de manipulaciones perversas y habitada en su totalidad por seres maquiavélicos que sólo están ahí para apoderarse del mundo. Eso es otra cosa, es algo que está en todo lo que se vuelve rentable.
El problema, es que sin mirar los detalles se nos escapa la grandeza de eso que Jorge Valdano llamó lo más importante de los menos importante. Conozco gente que puede describir el talento e impecabilidad de Paul Thomas Anderson en una película, pero que pasa de largo esos gestos enormes que nos trae el fútbol y que no tienen ni idea de quién es Éric Cantona.
Pero por eso lo digo, tenemos que ir a los detalles. Pensemos sólo en unos cuantos ejemplos, los inmediatos.
Hace un par de días, en la rueda de prensa posterior a la final entre el Atlético y el Real Madrid por la copa de Europa, Diego Simeone, director técnico del primero, después de ver cómo poco a poco el partido se le escapaba, pasando de una victoria incipiente a una goliza escandalosa, se sentó sin repartir culpa frente a un grupo de periodistas. Ese hombre del barrio de Palermo, en Buenos Aires, que poco o nada le importaba la escuela (ese recinto sagrado que legitima nuestros conocimientos, al parecer), después de haberlo ganado todo tanto en Argentina como en España (basta recorrer su palmarés como entrenador en el Atlético, haciendo lo que hiciera ese club sólo en sus mejores años), dijo, en su habitual tono porteño: “Lo tenés todo, y no tenés nada”. Porque al final, ¿de qué se trata tenerlo todo? Diego no dudó en ir por sus jugadores, caliente por el festejo excesivo de un Real Madrid que no se contiene, y decirles “Con el rostro en alto, con el rostro en alto”. Pasar por cada uno para recordarles que ellos aún lo tenían todo, aunque sintiera que tenían nada. Levantarlos con la fuerza que Simeone había perdido segundos antes, en el último gol.
O el inmaculado Pep Guardiola, ese hombre delgado, calvo, de mirada fuerte y profunda, que no veía el fútbol, sino que lo estudiaba, que en una rueda de prensa, después de anunciar su inminente salida del club Catalán, dijo que aunque el Barcelona perdiera, seguirían siendo el mejor equipo del mundo, pero si ganaban, serían eternos. El Guardiola que lo ganó todo, todo lo que le era probable y posible, sabía que ninguna victoria tenía tanto valor como cambiar la historia. Jamás ambicionó ganar, si así fuera, se hubiera quedado toda la vida en el Barcelona. Quería cambiar la historia, y lo hizo.
O cuando Oliver Khan fue por Cañizares, deshecho en el suelo, junto a la portería que le había quitado un sueño que para el Valencia no se repetiría. Aquella bestia de cabello rubio, imparable, frío, una muralla con los ojos de piedra, le tomó del rostro y le consoló. Tal vez llorar por un partido de fútbol sea una cosa estúpida, pero hay quienes lo hacen, y, aunque no lo creamos, también buscan un consuelo. Maradona lo resumió con increíble fuerza: “Nunca imaginé que hubiera gente que se alegrara con mi tristeza”.
O Ronaldinho recorriendo el campo entero para dejarle su camiseta a un hombre en silla de ruedas; el juego entre el EZLN y el Inter de Milán, provocado por las declaraciones de los jugadores para hacerle pasillo a los zapatistas; el genio y la humildad de Menotti que decía que un gol es un pase a la red; el gol de Zidane de 2002 que enchinará la piel hasta el fin de los tiempos; el prólogo de Samuel Eto’o en el libro África, el pecado de Europa, en donde nos narra el olvido de un continente que sobrevive en las sombras; o la inteligencia de Kanouté, un acérrimo defensor del pueblo palestino, que jamás ha dudado en mostrarlo en el campo; esa jugada paralela entre Messi y Maradona que nos demostró que el tiempo y el espacio son relativos; o el día en que cuatro obreros inmigrantes de origen italiano en Argentina fundaban al Boca Juniors, a principios del siglo XX, uno de los gigantes de América.
No es que el fútbol sea grande. Es que nosotros lo somos. Tenemos la capacidad, cuando queremos, de llenar de dignidad lo que tocamos. Incluso en esos oscuros lugares en donde vemos todo, menos grandeza. Incluso ahí, en ese pequeño e insignificante detalle. Por eso siempre he pensado que el fútbol es más grande que los clubs, que los dueños, que las marcas, que el mundial, que la industria.
José Saramago escribió que a veces tenemos que mirar el mismo objeto desde otro lugar para que cambie. A veces la belleza es así, sólo una cuestión de enfoque.
Juan Manuel Fernández Chico es co-fundador del Colectivo Vagón y director de la película El Heroe. JuárezDialoga lo ha invitado a participar por su compromiso con el trabajo colectivo en el quehacer artístico en Ciudad Juárez.