Las frescas mañanas del octubre juarense son ideales para transitar por sus calles; especialmente los domingos. Son pasadas las ocho y todos los semáforos están en verde. La ciudad luce una amplitud inusual. Avenidas vacías, bulevares despoblados y solitarias calles acentúan la inmensidad del desierto.
El primer rojo aparece después de buen rato. Una camioneta de la policía municipal surge de la nada. Dos agentes me miran acuciosamente desde el otro lado de la ventana. Mi expresión compungida es inocultable. Delata la ansiedad que me apresa. Es el tipico reflejo juarense: aunque no traigas nada, es mejor sacarle la vuelta a la chota.
El semáforo cambia a verde y el carro se jalonea para arrancar. No ayuda mi impericia al volante. Es casi cómica la manera en que acelero y freno, dando tumbos intempestivos; tratando de parecer lo menos sospechoso que se pueda. El chirrido de la sirena me hace detenerme cincuenta metros más adelante, resignado, aparco el carro frente a una gasolinera. Ni pedo.
La camioneta de la municipal se estaciona justo detrás. Los dos policías descienden marcialmente del vehículo. El primero de ellos, de mayor edad, se queda en la retaguardia, junto a la cajuela. El segundo se acerca a la ventana y con voz ronca ordena: ¡Bájese del carro, esto es una revisión!
Todavía recuerdo la primera ocasión que me marcaron el alto con el chillante sonido de la sirena. Era Junio de 2010. Aquella remota tarde de canícula experimenté, en carne propia, cómo se siente el lidiar con el abuso de poder.
Debajo de los asientos, atrás del chasis; justo por encima de las llantas, en las profundidades de la cajuela, ningún rincón escapa de la mirada maliciosa del agente. Resignado, cierra el auto de un portazo. Me mira de frente. Sus ojos diáfanos destacan entre la achocolatada piel.
—¿En qué trabajas? —pregunta.
—Soy profesor de historia.
—¿Tienes credencial?
—Todavía no me la han dado señor, acabamos de empezar el curso.
—¿Y cómo voy a saber que no me estás mintiendo?
—Puede tomar mi palabra, si le interesa.
—No tiene pinta de maestro, para ser, hay que parecer.
El nerviosismo empieza a desaparecer. Siento como mi encabronamiento borbotea, listo para estallar. Sin embargo recuerdo que aquí en Ciudad Juárez, urbe donde el miedo gobierna, a ojos de la policía, todos somos delincuentes.
Respiro, sonrío.
Respondo:
—Tiene usted mucha razón oficial, de eso se aprovechan los bandidos, me refiero al hecho que muchos de ellos no lucen como malandros. Y lo aprovechan para delinquir a sus anchas, robar al erario público, matar, extorsionar ciudadanos en la vía pública, a plena luz del día.
La adustez se apodera de la cara del municipal. Mueve las manos rápidamente, divaga, cambia de estrategia, cuestiona:
—¿Andas crudo?
—No crudo, crudísimo oficial.
—Apestas a alcohol y no puedes comprobar que trabajas ¿Qué tal si te robaste el carro?
—No sabía que oler a crudo era un delito, más allá de la ofensa contra los sentidos. En cuanto a lo del coche, si el nombre en mi licencia de conducir coincide con la tarjeta de circulación del vehículo ¿es obvio que el carro es mío? ¿no es así?
El policía recula pero no renuncia. Empieza a elevar la voz, a pesar de lo altanero, su entonación deja entrever una leve súplica por llegar a un arreglo económico de manera rápida. Lo apresurado de sus palabras evidencia la incomodidad que se siente cuando uno habla con dobles intenciones. Sus cejas se alzan en un arco amplísimo. El agente toma aire y vuelve a la carga.
—Mira compa, sin tanto embrollo ¿pá que nos hacemos?, andas bien crudo, apestas a alcohol y…
Hasta ahí llegó mi paciencia. Lo interrumpo con una brusquedad inusual en mí.
—¿Sabes qué?, entiendo que estés haciendo tu trabajo, pero no estoy conduciendo bajo la influencia de nada, y el que hagas tus inspecciones “aleatorias” no te da derecho de tratarme como a un delincuente.
—Otro sentido —murmura entre dientes.
—Habla con mi compañero —sentencia.
Me acerqué a grandes zancadas al otro municipal con las mejillas enrojecidas por el coraje. Hablé sin calma.
—¿Por qué la revisión señor? ¿El trato como si fuera narco es necesario?
Me desconcierta su apacible talante y voz suave, notablemente cordial. Sus rasgos físicos acentúan su aire gentil. Los ojos cristalinos, el contraste entre la ancha nariz y la diminuta boca, la robustez del cuerpo; rematada por la redondez del atezado rostro. Nomás eso me faltaba, pienso, un gendarme magnánimo.
—Entiendo su molestia joven, y le pido disculpas por la rudeza del trato, pero nosotros solo estamos haciendo nuestro trabajo.
—¿Su trabajo es estigmatizar a las personas por la fachada de su carro? Veo muy pocos carros nuevos detenidos para revisión ¿será que la honestidad es privilegio de los ricos?
—Todos los pobres nos preguntamos eso a menudo. Sin embargo, le recuerdo, el que nada debe, nada teme.
—¿Entonces tengo que soportar este tipo de humillaciones por ser pobre, pero con el consuelo de que mi inocencia prevalecerá y se me ofrecerá una generosa disculpa?
—Esta muy fea la situación. Pero cuando toca, toca. Usted también piense que nosotros tenemos que comer y darle de comer a los nuestros, solo hacemos los que nos dicen.
—Hasta me dan ganas de empezar a robar para hacerme rico, al cabo que la riqueza purifica al delincuente.
—A veces el dinero perdona mejor de lo que perdona el papa.
No pude aguantar la risa ante aquella puntada tan ingeniosa. Bajé la guardia, relajé el tono. Una sonrisa se me escapó entre las comisuras de la boca.
—Hasta me dan ganas de entrevistarlo —le dije.
—No me dijo que era periodista.
Saqué de la cartera la credencial que verificaba la información. El municipal la revisó con cuidado y me la regresó diciendo:
—¿Por qué no se la enseñó a mi compañero cuando le preguntó en que trabajaba?
—Porque no es un trabajo, lo disfruto y además no me pagan–
Soltó la carcajada, le echó una rápida mirada a su compañero y respondió hilarante,
—¡Ah que muchachos tan pontealpedo tenemos aquí en Juárez!. Perdone las molestias joven, pase buen día, puede retirarse.
Fue todo muy rápido. El sol encandilaba a los valientes que se atrevían a retarlo con la mirada. Los ladridos de los perros se respondían unos a otros. La sinfónica de la ciudad empezaba su afinación. En un instante me decidí, al fin y al cabo no podía pasar a mayores, tantas cosas que uno se pierde solo por no atreverse, es como dicen aquí en México, “es mejor pedir perdón que permiso”. Frené la camioneta de los municipales con un grito desparpajado.
—Oigan, compas, espérense tantito
***
—¿Se le ofrece algo más joven? —preguntó el veterano agente al volante cuando llegue juntó a la ventana.
—Aprovechando la oportunidad, me gustaría hacerle algunas preguntas oficial.
Los dos municipales intercambiaron miradas nerviosas.
—No nos permiten hacer entrevistas.
—No se preocupe, no lo voy a grabar, ni siquiera voy a mencionar su nombre, sólo necesito que me dé norte sobre cómo la policía piensa la ciudad.
—No estoy seguro amigo, la palabra no es lo mío —revira el gendarme.
—La entrevista es a los dos, si aceptan, pero más importante, tómelo como una breve conversación, sólo le pido de vuelta los diez minutos que perdí con la inspección.
Los dos se voltean a ver al mismo tiempo, levantan los hombros casi en armonía y me devuelven una tímida sonrisa, señal inescrutable de uno de tantos códigos juarenses: ¿Qué más da?
Imagen curiosa. No estoy huyendo de la policía, es más, trato de mantenerlos interesados todo el tiempo que se pueda, quisiera llenar toda la libreta de apuntes.
—¿Cómo pronostican a la ciudad en los próximos meses, con la escalada en la ola de violencia y los cambios de poderes estatales y municipales?–
—¿Recuerda lo que pasó hace unas semanas en el bar Tres Mentiras?
Cuando los criminales se empiezan a matar en público, quiere decir que la cosa se va a poner fea, a nosotros ya nos pusieron alerta, empezará a ver muchas revisiones aleatorias y noticias feas en los periódicos.
—¿Entonces regresamos a dónde estábamos en 2010?
—No sé si tanto, pero la Línea (el brazo armado del Cártel de Juárez), está vendiendo mucha heroína, y ésta matando a los vendedores y distribuidores de metanfetaminas, la merca que maneja el Chapo (El Cártel de Sinaloa). Por lo que nos han dicho, cada cártel ofrece recompensas por la cabeza de sus competidores.
—Armando Cabada tomó posesión hace menos de un mes, sin embargo, la controversia no se ha hecho esperar con el nombramiento de Jorge González Nicolás como director de la secretaría de seguridad pública ¿Qué opinión les merece?
—Creo que el nuevo presidente municipal tiene un proyecto diferente al del gobernador para nuestra ciudad. Sin embargo, con tanto que le han sacado a Duarte, se me hace raro que Cabada nombre a González Nicolás como encargado de la seguridad si está muy vinculado con la administración de Duarte, después de todo fue su fiscal.
—Eso prueba que Cabada no es independiente como dicen, él siempre fue priísta, interrumpe el otro policía, que hasta ese momento estuvo callado. Su compañero lo reprende con la mirada. Este no se retracta, pero matiza, suspira, hace una pausa, continúa.
—Nosotros no sabemos muy bien de esos asuntos, pero no queremos que por un conflicto entre Corral y Cabada, nosotros salgamos bailando, eso ya le paso a Juárez cuando el Teto se agarró de los pelos con Duarte.
—¿Cuáles pelos?, bien pinches calvos que están los dos —responde su compañero. Una carcajada irrumpe la conversación.
—Oigan, ¿y qué tal si a Cabada también le impusieron a González Nicolás? —pregunto para recuperar el hilo de la entrevista.
—Pues siendo Cabada priísta puede ser que un grupo político lo puso ahí para no perder el poder.
—¿Cómo un enclave de poder dentro del círculo cercano del cabildo?
—Ándale, así como dices, un encaje dentro del gobierno para que Duarte siga gobernando.
—Dijo enclave, no encaje —regaña el más viejo al más joven.
—Es lo mismo.
—¿Creen que regresen los retenes a Juárez?
—Cabada dice que no, pero también dijo que era independiente —sentencia el gendarme alaciándose las canas que inundan su cabello.
—¿Cómo ven a Corral?
—No sé qué pensar de él, pero habla mucho, la gente así no siempre cumple
—responde el más gordo.
—¿Y Cabada?
—Espero que cumpla lo que prometió, al acabar la administración pasada estábamos bien fregados, la corporación no tenía moral, a ustedes los ciudadanos les gusta quejarse de nosotros, pero la verdad es que nos va de la patada. Si chocamos el carro, aunque sea una raspadita, nos cobran una dineral. Nadie nos quiere por todos los abusos que los federales vinieron a hacer aquí, pero nosotros no tenemos la culpa ¿Ha notado que no había demasiadas camionetas patrullando la ciudad en los últimos meses?, es porque no había dinero para la gasolina, los únicos que circulaban eran los compañeros que tenían una investigación pendiente, y yo los vi poner dinero de su bolsa para llenar el tanque.
El radio interrumpe la entrevista. Escucho repetir un montón de códigos policiales, inescrutables. Uno de los municipales afirma la localización y el cumplimiento de la orden. Se empiezan a despedir, apresuradamente.
—Apenas estábamos llegando a lo bueno oficial —interpeló tratando de prolongar la entrevista.
—Pa la otra será, joven, ya con lo que le dimos tiene suficiente para empezar, sólo recuerde no dar santo y seña de nosotros —me dijo uno de ellos, guiñando el ojo.
—Claro que sí, ética periodística, no se preocupe.
Ya no alcancé a entender su respuesta. La sirena acaparó todo el ruido. Contemplé la camioneta azul y blanco, modelo reciente, que arrancó de golpe, esquivando automóviles y alcanzando velocidades impresionantes en pocos metros.
***
No volví al carro. Compré una Coca-Cola en el rapiditos, encendí un cigarro mañanero y sentado en la banqueta quise empezar a caracterizar lo complejo del carácter policial.
Son los guardianes del orden público. Garroteros del régimen. El trabajo paga mal, con todo y prestaciones no se alejan mucho de los sueldos de los miles de operadores de maquila que desfilan por la ciudad. Viven al día, atascados en una corporación que no los protege. Enfermos de poder, completan el chivo de la semana extorsionando borrachos y malandros de poca monta.
Los jodidos que ayudan a preservar, a fuerza de plomo y fuego, al mismo sistema que los jode, porque la legalidad no está hecha para ellos, es para sus jefes, la élite que los trata como simples herramientas, escudos humanos para separar a los de abajo, de los de arriba.
Abusadores compulsivos. Copartícipes de las tropelías típicas de los dueños del dinero sin disfrutar sus usufructos. Tan pobres como aquellos a quienes oprimen, no pueden escapar y lavarse el repudio social en las claras aguas de St. Bartz, Mónaco, o donde sea que se diviertan los ricos de ahora. No son de aquí, ni de allá, extranjeros en su propia tierra; los policías son los nadies aborrecidos por todos.
Sueñan las pulgas con comprarse un perro, sueñan los Nadies con salir de pobres. Eduardo Galeano.
Pablo Martínez Coronado, es egresado de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ) donde estudió la licenciatura en historia. Sus intereses son la literatura y los medios de información. Pablo nació en 1990 y pertenece a una generación de jóvenes, hombres y mujeres, en Ciudad Juárez que han venido a abonar al campo del periodismo en esta ciudad. Él es editor adjunto de la revista alLímite y puede leerse en http://allimite.mx/