La tragedia de los estudiantes desaparecidos de la normal de Ayotzinapa es un hecho atroz que nunca debió ocurrir. Pero ocurrió. Es un hecho que más allá de lo anecdótico ilustra al menos tres rasgos distintivos de la vida nacional: el deterioro de la cohesión social y debilitamiento cada vez más agudo de las instituciones sociales, expresados en el crecimiento de la criminalidad y la corrupción; la impotencia y/o falta de movilización ciudadana para conseguir justicia cuando ha sido agredida; y la inamovilidad autoritaria de un gobierno opaco, omiso y distante de la sociedad. Tales son los principales temas que en todo el país llenan las páginas y los tiempos de los medios de comunicación impresos y electrónicos; así como también son los asuntos que tratan los cientos de libros y revistas académicas dedicadas al estudio de la vida pública nacional.
Por lo anterior, no debe extrañarnos que un hecho como el de Ayotzinapa haya dado origen a la publicación de muchos libros que como este, nunca debieron escribirse. No, si la vida en México fuera diferente; si viviéramos en un Estado democrático y con bienestar social. En palabras semejantes a estas inicia la presentación del libro una de sus dos coordinadoras, la Dra. Juana Juárez-Romero, profesora del área de psicología política de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, quien además apunta: “Sin embargo se escribió”… y “Mucho deberemos hacer para que un libro de esta naturaleza no vuelva, nunca, a ser escrito”. Pero se escribió en respuesta a la necesidad de que más allá de levantar voces de protesta, se requieren explicaciones comprensivas, con marcos disciplinares y conceptuales para encauzar la participación y protesta social en aras de cambiar el estado de cosas que ha incubado esta tragedia.
Con un prólogo de Octavio Nateras, epílogo de José Manuel Valenzuela y muy sugerentes ilustraciones de Rafael Barajas, “El Fisgón”, el libro consta de 17 breves artículos agrupados en cuatro capítulos, a través de los cuales se abordan varias aristas del caso Ayotzinapa. Se trata de la manera en que los profesores de la UAM-I reaccionaron colectivamente ante un hecho que nos golpeó a todos.
En el primer capítulo, se aborda una primera arista que toca directamente a quienes trabajan en las universidades y/o se dedican al estudio de los problemas sociales: los desafíos a nivel teórico y metodológico que reviste este caso para las ciencias sociales y las humanidades; la caja de pandora que se abre con la reconstrucción concreta y científica de los acontecimientos que envuelven a Ayotzinapa; y el cuestionamiento sobre la toma de posición política de los científicos sociales ante hechos de esta naturaleza. En el segundo capítulo, se aborda otra arista, la del entorno social, económico y político que envuelve a Ayotzinapa, así como las implicaciones de éste para el Estado de derecho en cinco temas estrechamente relacionados: derechos humanos, violencia, corrupción, participación comunitaria y construcción de la memoria social. Luego, en el tercer capítulo, se profundiza en la dimensión política del caso, enfocada particularmente en el debate sobre el Estado Fallido, las relaciones entre narco y política, y el terrorismo de Estado. Y por último, en el capítulo cuarto, se aterriza en la principal arista del caso Ayotzinapa: la respuesta ciudadana ante las agresiones que provienen del Estado y de la propia sociedad, para lo cual se enfoca en los impactos de la violencia en los jóvenes, el balance de la lucha social en el país y la reconstrucción de la subjetividad ciudadana luego de la agresión de Ayotzinapa.
Como se podrá apreciar, tan solo por la organización del capitulado de este texto, puede decirse que se trata de una aportación cuyo alcance se alza por encima de los acontecimientos para abonar a una mejor y más pausada comprensión de un hecho brutal; un hecho que si bien impulsó a muchos a la acción y sacó a la calle a protestar, requiere y exige hacer paradas en el camino a fin de responder muchas interrogantes que desde entonces han estado en la mente de todos.
¿Cómo nos implica a los académicos? ¿Qué ciencia social puede responder a la necesidad de explicación o comprensión? ¿Qué sentido tienen las ciencias y las humanidades si no son capaces de impedir que sigan ocurriendo semejantes barbaridades? Son estas algunas de las preguntas abordadas en el primer capítulo, entre cuyas respuestas vemos que la ciencia aplicada puede ser muy importante para esclarecer los hechos y deslindar responsabilidades; que corresponde a los científicos sociales tareas básicas como la recopilación, valoración y sistematización de los datos; y que la ciencia puede ser utilizada tanto para el establecimiento de la verdad y la memoria, como manipulada para la construcción y justificación de una mentira histórica.
¿Son la pobreza y la exclusión social las causas estructurales y directas de la violencia en el país, o únicamente condiciones que la hacen posible? ¿Cómo un entorno social y económico se convierten en determinación social, en agresión y tragedia? ¿Cuál es el peso específico o vínculo directo de la debilidad del orden institucional en el país con casos como este? ¿Cuál es la importancia de la memoria social en la motivación de la participación ciudadana? Estas son las cuestiones analizadas en un segundo capítulo, donde se ponen de manifiesto a la vulnerabilidad por la que atraviesa la mayor parte de las familias en México y a la inmensa desigualdad existente, como factores que no propician desarrollo ni paz social. Pero sobre todo, se constata que frente a las agresiones y agravios, no existe “una memoria social o histórica” que influya en la orientación y definición de la participación ciudadana, que “permita integrar un pensamiento crítico que ayude a evaluar el presente y dirigir el futuro”.
Asimismo, frente a la contundente acusación de que el responsable de este crimen ha sido el Estado, las preguntas también son muchas. ¿Puede un Estado atentar contra la sociedad de la que emana y seguir siendo Estado? ¿Un narco Estado sigue siendo Estado? ¿Por qué hay desapariciones en un país que asegura ser democrático? ¿Qué grupos políticos son responsables de lo sucedido? ¿Por qué la ineficiencia gubernamental para investigar y dar con los culpables? ¿Y cuál es la naturaleza de la crisis política? Son estas algunas de las interrogantes abordadas en el tercer capítulo, sobre las que se ofrece una breve pero muy clara exposición de las claves de la crisis política que experimenta el país. Esta es una crisis que pasa por la recomposición de la institucionalidad política durante las últimas décadas –asociada al desmantelamiento del Estado corporativista, la alternancia política y la conformación de una nueva clase política-, hasta constituir una crisis de indignación, desconfianza e incredulidad que alejan a la sociedad de la política y terminan por dejar el campo abierto para el abuso de poder y la impunidad.
Y en cuanto a la participación ciudadana, las preguntas se abultan. ¿Por qué lo permitimos o nos permitimos llegar a este este punto? ¿Por qué frente a los cuantiosos recursos de las inercias de la política y del mercado, no parecen existir contrapesos sociales o ciudadanos? ¿Por qué se suman los agravios y la impunidad? ¿Por qué la memoria no parece darse abasto para recordar y desecha los traumas? ¿Por qué parece que vivimos en Macondo y estamos condenados a cien años de soledad? Menos literariamente, ¿por qué parece que no se hace lo suficiente para detener la barbarie y paguen los que la deben? Sobre estas interrogantes, los autores destacan el despertar ciudadano como el mejor homenaje a los desaparecidos de Ayotzinapa; hacen una recuperación histórica de las luchas sociales en el país y ofrecen alternativas de acción que pasan por la elaboración de un programa democrático para la recuperación y transformación del gobierno.
En síntesis, las respuestas brindadas por los autores de este libro “auténticamente colectivo”, construido a muchas voces y con un solo afán (levantar la voz –de la conciencia- por Ayotzinapa), van más allá de un hecho acerca del cual se nos quiere obligar a aceptar como única realidad una mentira histórica. Son planteamientos que alzan el vuelo hasta levantar la voz por todos los agraviados de todas las latitudes de nuestro país, al tratarse de abordajes que ofrecen las claves para explicar el caso Ayotzinapa, pero a la vez son útiles para comprender la tragedia nacional: pobreza, violencia, supeditación y servilismo de la clase política, crimen organizado, debilidad del proyecto nacional, tradiciones de resistencia indígena y comunitaria, y vulnerabilidad de la juventud. Tales son las claves que, con variantes regionales y componentes locales, propician acontecimientos similares al de Ayotzinapa. Tenerlos en cuenta ayuda a entender lo sucedido con el resto de agravios en todo el país.
No obstante, las claves sugeridas por “Alzando la voz por Ayotzinapa” aún están lejos de constituir un marco interpretativo con hipótesis más concretas y directas sobre una pregunta que aún falta responder: ¿Por qué la sociedad mexicana no parece reaccionar, en la medida necesaria y efectiva, para encontrar a los normalistas desparecidos y hacer pagar a los culpables (criminales y/o funcionarios, directos o indirectos) por sus acciones u omisiones? A este respecto, cabe recordar otra pregunta (con una afirmación implícita) que a veces nos hacemos los mexicanos cuando vemos en otras latitudes a las masas responder a los agravios y la justicia llamar a cuentas a presidentes y ministros corruptos u omisos. Es una pregunta que cuando es hecha por extranjeros, pesa sobre nosotros los mexicanos: ¿Por qué acá aguantamos todo? (Al Papa le desconcertó que el pueblo mexicano sea tan festivo en medio de tanto dolor).
Si estas preguntas reflejan la realidad, es decir, la inmovilidad de la sociedad mexicana y la tolerancia ante la injusticia, entonces quizás debamos asumir (en palabras del sociólogo francés Michel Maffesoli) que posiblemente somos una sociedad premoderna y trágica. Una sociedad condenada, donde la muerte –imprevista y violenta- se encuentra arraigada en la debilidad de los andamiajes institucionales y en una cultura nacional pre democrática; una sociedad donde la tragedia es asumida casi como un hecho natural y por ello no se detiene a revisar qué la provoca, a indagar si es posible evitarla, y a decidir si alguien debe pagar por ello. Y como la tragedia lo es más en tanto que, sucedidos los hechos, la mayoría de las veces no hay consecuencias jurídicas ni castigo para quienes las provocan. Tal parece se trata entonces de una sociedad insensibilizada, que no confía en leyes ni en las instituciones porque le parecen ajenas, y que de esa manera se obliga a vivir en un círculo vicioso de incredulidad en la ley, pasividad ante la agresión y tolerancia a la injusticia. Una sociedad donde quienes violan, roban, asesinan y reprimen lo hacen con la expectativa de que saldrán impunes de sus delitos; mientras a sus víctimas se les exige resignación y los que observan calladamente la tragedia en cuerpo de otros, se les demanda inmovilidad.
¿Será esto un confort trágico, algo sobre lo que se ha habituado e insensibilizado? Tal parece que en lo anterior radica la trampa de la participación ciudadana que las encuestas sobre cultura cívica revelan una y otra vez. Sólo esto podría explicar que sean tantos y tantos los agravios sin justicia y quedados en el olvido durante las décadas del autoritarismo político del pasado; a los que se suman los agravios de un presente doblemente autoritario, con una economía salvaje, de exclusión y descarte (como dijera el Papa Francisco). Ahora son muchos más los números de la violencia y sus víctimas, pero posiblemente también correrán la misma suerte que los del pasado. Así pues, cabe preguntar si alguna vez habrá justicia ya no solo para los padres de los estudiantes de Atyozinapa (que sus hijos regresen a casa y se castigue a los culpables), sino también para las miles de desaparecidos de todo el país; para los cientos de familias de víctimas de feminicidios en Ciudad Juárez y las más de 10 mil personas asesinadas en esta ciudad entre 2008 y 2012; o para los millones de jóvenes de todo el país a los que se les acribilla el futuro cuando se les arroja a un mundo sin educación, oportunidades ni esperanza.
Pero cómo podemos detener el curso de esta historia y modelar un mundo diferente. Hace unas semanas en un foro sobre migrantes, Rubén García, un activista muy comprometido, aseguró en relación con los migrantes que estamos fracasando y pidió preguntarnos qué debemos hacer mejor para revertir ese fracaso. Sobre Ayotzinapa, hemos visto marchas, protestas, comisiones, investigaciones, publicaciones y registros de la memoria. Todo ello es necesario. Pero es poco o no ha sido suficiente ni efectivo. Si lo hubieran sido, ya se habría derribado la dura pared que impide dar con los estudiantes normalistas; la pared que para ser derribada requiere de la fuerza de toda una sociedad hasta ahora ausente, ajena y ciega ante la violencia que la ahoga. La pregunta sigue siendo ¿por qué, por qué y por qué?
Es posible que cada quien tenga una respuesta a esa pregunta. Habrá quienes atribuyan la inmovilidad ciudadana a los mecanismos coercitivos y represivos del Estado; o quienes la adjudiquen al efecto desinformante y alienador de los medios de comunicación; y también quienes le den la razón a Maffesoli. La pregunta está abierta. Por lo pronto, cabe concluir subrayando que “Alzando la voz por Ayotzinapa” es un libro cuya lectura invita a responderla no sólo para ejercitar la reflexión intelectual, sino para cambiar la realidad que la provoca. Es un libro que no debió escribirse y sin embargo se escribió. Es un libro que, gracias a ello, enseña con el ejemplo no solo la importancia de alzar la voz, sino de hacer paradas en el camino para revisar qué provoca la violencia e injusticia en nuestro país y, sobre todo, qué se hace o deja de hacer para saltar las trancas que inhiben la lucha social en México.
[1] Juana Juárez Romero y Alma Patricia Aduna Mondragón (Coord.) Alzando la voz por Ayotzinapa, UAM-I y Ediciones del Lirio, Ciudad de México, sep. 2015, p. 192.
JuárezDialoga ha invitado a Héctor Padilla a colaborar por su trayectoria académica como estudioso de Ciudad Juárez y el tema de la frontera. Así mismo, por su contribución y reflexión sobre el tema específico de la cultura. Héctor, también como académico ha apoyado en distintos momentos diversos movimientos sociales y fue co-fundador del Movimiento Pacto por la cultura.