¿Les ha pasado que, antes de una función de cine o teatro, les piden de la manera más atenta apagar los celulares, no tomarse fotos o hasta cerrar la boca, y muy pocos hacemos caso? No me toca tan seguido, pero ayer fue uno de esos.
Una compañera y yo nos las arreglamos para llegar a tiempo al teatro Paso del Norte para ver la función de las siete, y una de las primeras cosas que nos anunciaron antes de permitirnos el paso era que, por favor, apagáramos los aparatos que traíamos con nosotros. Asumí que todos obedecieron, pero cuando nos dejaron entrar y ocupar nuestros asientos, unos cuantos celulares hicieron algo de ruido y llamaron la atención de algunos trabajadores del teatro.
En ese momento, apareció un caballero que nos pidió encarecidamente que apagáramos nuestros celulares por respeto a la obra. Lo hizo con una gran sonrisa y un trato dúctil hacia nosotros, pero todos sabemos que este tipo de situaciones nunca sucede por nada; nos estaban dando una ligera regañina —una advertencia de que se sabía que un gran porcentaje de los asistentes hizo caso omiso de la petición pasada y querían que, por favor, dejaran de hacerse los locos para poder dar inicio a la función (la cual llevaba retrasada unos catorce minutos, como ya es recurrente en el teatro juarense, sino mexicano). Y como me lo imaginé, las personas a mis lados sacaron sus achichincles de sus bolsos y los apagaron al fin. El poder de una buena regañina, supongo.
Nuestra única entretención durante ese tiempo de espera era contemplar el escenario minimalista de la obra —un escritorio con un vaso de agua en su esquina y una bonita silla anclada detrás. Hasta ese momento, sólo habían dado la segunda llamada. Yo estaba a la espera de la tercera, pero nunca la dieron. Por eso, me pareció sorprendente cuando de pronto, de la pierna izquierda del escenario, apareció un hombre trajeado, de pinta académica, con un folder amarillo y una pequeña pila de libros bajo el brazo. El primer pensamiento que se me cruzó a mi mente al verlo fue “Caramba, otro regaño, y ahora por parte de la dirección del teatro; lo que nos faltaba”. Pero en cuanto acomodó sus artículos sobre el escritorio, se sentó con aire taciturno, barajó los pedazos de folder y descubrió que le faltaba algo, este presentimiento cayó.
Cuando aquel hombre murmuró “Se me olvidaron los papeles”, entendí que había dado inicio Conferencia sobre la lluvia.
Conferencia sobre la lluvia es un monólogo escrito por Juan Villoro y que trata sobre el esforzado discurso que hace un viejo bibliotecario para compensar la pérdida de su preciada conferencia. Es difícil fijar una trama por cuanto fuera todo un intento del personaje de mantener la calma y no perder el sentido de su coloquio: una simple charla de la lluvia y sus repercusiones dentro de la literatura. Y de hecho, comienza con esa intención: con reflexiones poéticas y bellas sobre la relación de la literatura con la lluvia, citando libros donde se tematice la lluvia, ejemplificando con autores (de paso, aprendí que la última voluntad de Fernando Pessoa era ponerse sus anteojos), comparando las actitudes actuales hacia la literatura con las antiguas (ahora me avergüenza pensar que googleo más de lo que debería), etcétera.
Pero luego, de un modo sutil, casi imperceptible, pasa de todo esto hasta él mismo; hasta su vida, hasta su situación desventurada, hasta su trágica vida amorosa…y comprendemos a través del resentimiento hacia su ex mujer y a través de su apesadumbrada y mágica relación con una investigadora, que su vida se devora en libros. Y más que en libros, en su soledad. Y más que en su soledad, un deseo de entender y ser entendido. Y es a través de estas confesiones, que se van acumulando en datos y en fuerza, que el final, bastante inesperado, llega de golpe hasta los espectadores.
Podría ahondar un poco más sobre el contenido, pero yo no soy de esas personas que ni se acuerdan de todo y no degustan de explicar lo que debiera ser vivido. Y explicar el teatro y la soledad de los lectores suele ser imposible en muchos casos.
Como ya he dicho en reseñas anteriores, me gusta informarme un poco antes de escribir. Me enteré por ciertas fuentes (cof, la página del CNT, cof) que esta obra surgió dentro de los grupos integrados del Taller de Teatro de la Biblioteca de México, específicamente por invitación a Juan Villoro (colaborador de la biblioteca) para inaugurar el Foro Polivalente Antonieta Rivas Mercado y celebrar a los escritores y artistas relacionados a este lugar. La Compañía Nacional de Teatro sumó esfuerzos al proyecto y el resultado fue este monólogo trascendental que llega hasta la médula de cada uno de sus oyentes no sólo por su texto, sino también por las acertadas decisiones que tomó su directora, Sandra Félix, cuando llegó el momento de escenificarla.
Por lo general, muy poco tengo que decir a causa del minimalismo empleado. El protagonista de la obra, Arturo Beristain, supo desenvolverse entre los únicos dos muebles del espacio y darle dinamismo a sus alrededores. Aunque comenzó de manera muy sobria y segura, durante el transcurso de la obra agarró mayor fuerza y naturalidad en sus movimientos, y muy pronto nos sumergió por completo en la vida de este bibliotecario inseguro y torpe, cuyos gestos y movimientos resultaron sumamente fluidos, equilibrados y atrayentes.
Esta ha sido la primera vez que veo en escena a Beristain, y ya no necesito que me expliquen por qué por muchos es llamado “Maestro”. Si mi somera descripción sobre el contenido de la obra no los convence para ir a verla, les ruego que lo hagan por este actor. Créanme, valdrá cada centavo de sus bolsillos.
Con respecto a los demás detalles —iluminación, sonido y escenario—, sólo me resta decir que fueron elecciones excelentes. La obra comienza con una iluminación genérica, que sólo refleja el escritorio y una pequeña periferia de su derredor. Pero conforme avanza el coloquio, se complejiza la simplicidad: se alternan colores de fondo, como el rojo y el azul, y más tarde aparecen oscuros y sombras que le conceden una silueta espectacular a Beristain y un hondo sentimiento de melancolía cuando conocemos más y más su vida. Si bien, el escenario es un gran vacío apenas ocupado por un escritorio y una silla, las luces excavan el espacio y sumergen al espectador a los recuerdos del “conferencista” hasta niveles impensados.
Hasta donde entendí, las piezas de piano que se oyeron en los breves momentos de la obra fueron escritas por Daniel Aspuru, las cuales, por cierto, fueron bellísimas. Todo el sonido de la obra me pareció espectacular, y no lo digo sólo por la música de Aspuru. El ruido de los pasos apesadumbrados del bibliotecario, el mascar de su tostada, y hasta el crujir de los muebles me parecieron hermosos e hipnóticos, y todo gracias a los movimientos sobresalientes de Beristain. Más que a la espera de su siguiente confesión, yo estaba al borde de mi asiento, esperando que el actor hiciese algo sobre la silla o en la mesa sólo para poder escuchar ese crujir que le daba ese aire literario a la conferencia.
Sin duda, la directora hizo un gran trabajo para cada detalle minúsculo de la obra. La dirección para la actuación fue, sobre todo, sublime y genial. De los monólogos siempre se esperará que las cosas se mantengan lo más pequeño posible, pero sólo los mejores monólogos saben hacer de las cosas pequeñas un espectáculo ruidoso y estridente para las conciencias. Y yo comprendí que era de esos monólogos cuando el crujir de las sillas me mantuvo en el puritito suspenso.
Escribo con grave apremio esta reseña porque en verdad recomiendo al lector de esta reseña que le dé una oportunidad a la obra. Es cierto que duró más de una hora y media, y hay veces en las que ocurre un pequeño momento de tedio, pero en verdad vale la pena verla antes de que se vaya de Ciudad Juárez. Y es que todavía quedan dos funciones más este fin de semana, uno para este sábado y el otro para el domingo, aunque cada uno en distintos lados y con distintos “extras” añadidos al término, como se dio en la función de este viernes.
Una vez que la obra finalizó con esa magnífica silueta del actor (es lo más que diré de su final), mi acompañante y yo decidimos quedarnos a escuchar una breve plática que daría Arturo Beristain antes de comenzar con la proyección de Los vuelcos del corazón que él mismo comentaría. Nos habló de su vida, su trabajo y cómo, para este monólogo, le fue más difícil olvidar los diálogos que recordarlos. Pero más que olvidarlos, tenía que asegurarse que no salieran mecánicamente de su boca, porque ese es un mal un tanto recurrente de la memoria humana. Un mal que, por cierto, ha podido evadir desde hace muchos años.
Fue una plática amena, pero por desgracia, nosotras ya teníamos que irnos. Mi celular había sonado y quería huir de las miradas reprobatorias de los que se quedaron a la función.
¡Gracias por leer! Cualquier corrección ortográfica y aclaración serán más que bienvenidos.
JuarezDialoga ha invitado a Valerie a participar de este proyecto por su compromiso con el arte, principalmente en la literatura y él teatro. Como ella dice “Pues pon que soy estudiante de maestría, que le gusta escribir narrativa y poesía, y que me encanta el teatro, tanto observarlo como participar en él (cuando no me mata antes la tarea…)…”