Crónica de un día de fraude anunciado o por qué dan ganas de mandar al diablo a las instituciones
El primero de julio me levanté temprano con dos objetivos en mente. Uno, acudir a votar junto con mi madre y mi hermana. Dos, reunirme con algunos amigos con los que previamente me puse de acuerdo para salir a las calles a observar el curso de la jornada electoral, y de paso llevar botellas de agua a las personas dentro de las casillas que encontráramos en nuestro recorrido.
La primera tarea transcurrió más o menos sin contratiempos. Me dirigí hacia la casilla donde votan mis familiares, en donde nos encontramos a una vecina que, gracias a ella, me recordó el tipo de elecciones en que estábamos participando y cuál podía ser el resultado más probable. Le ofrecí a esa persona esperarla a que emitiera su voto para luego llevarla a su casa en el auto. Y una vez que iba con nosotros, surgieron dos cuestiones. La primera, fue al preguntarle tratando de ser respetuoso, que “ya que había realizado su voto, puede decirme por quien lo hizo”. Pero ella se negó, indicando “que no podía decirme” porque “ya sabe que quién a dos amos sirve con uno queda mal”, en alusión a que conoce mis preferencias políticas y seguramente no quería que le hiciera nuevas preguntas. Por eso no insistí y me disculpé por haberla cuestionado.
La conversación continuó, casi sólo entre ella y mi madre. En medio de esa conversación me enteré entonces de otras dos cosas que respondieron sin lugar a dudas no sólo por quién votó, sino también por qué razón lo hizo. La vecina le platicaba a mi mamá que debía a regresar a su casa porque más tarde pasaría su hermano en el auto para juntos llevar a votar a su madre, una señora octogenaria y afligida por la enfermedad. La llevarían porque en la nueva clínica más próxima a su casa, donde recibía sus servicios de salud, le habían dicho que no la atenderían si no les mostraba su credencial de elector con la marca de que acudió a votar.
Dejamos a la vecina en su casa y durante los siguientes minutos fui pensando en voz alta, retomando la conversación con mi mamá: “ya se por quién votó Mary, mamá”…, le dije, “por el PRI… Ella sabe que yo no voto por ese partido, por eso cuando le pregunté, se negó a responderme, pero luego, cuando le dijo a usted que llevaría a su madre a votar porque se lo piden en los servicios médicos, me quedó claro que allí las han de haber presionado para que votaran por el PRI. El dispensario médico que está cerca de la casa es del Gobierno del Estado”. Luego, seguí pensando: ¿Si pude ser testigo casual de un caso de coacción electoral (acaso, compra de voto), en qué magnitud se estaría presentando ese fenómeno a nivel nacional? Los resultados de la jornada electoral que se presentarían cercana la media noche de ese día y la información de los días siguientes mostrarían que casos como este, el de mi vecina y su madre, se realizaron a gran escala.
Con pensamientos como ése, pero tratando de no caer en el desánimo, opté por mejor esperar que a esas horas de la mañana mucha gente también estaría saliendo a la calle para ejercer libremente su voto. Así que luego de dejar a mi mamá y hermana, me dirigí a mi casilla pero antes fui por hijos para llevarlos conmigo a que observaran cómo se llevaba a cabo el acto de votar. Desde semanas antes, con el mayor de ellos, de diez años, hubo ocasión de conversar sobre la importancia de las elecciones y de las propuestas de los candidatos. Sobre todo, de la necesidad de que las cosas cambiaran en el país y de que las elecciones ayudaran a construir un México nuevo, sin violencia ni pobreza. Ese día, por tanto, había llegado el momento de pasar de la teoría y las reflexiones a la acción: emitir el sufragio y participar, como a veces dicen los comentaristas que todo lo banalizan en el “ritual y fiesta de la democracia”. Evidentemente, para mi opinión, una democracia muy cuestionada pero frente a la cual, como papá, me sentía en obligación de transmitir a mis hijos un mensaje claro de que las elecciones son un modo pacífico en que una sociedad puede elegir gobernante y resolver sus problemas.
Al salir de la casilla mi hijo preguntó: ¿Y qué pasará si gana el PRI, pues todos dicen que Peña va ganando? A lo que respondí, “eso habrá que verlo, pero no creo lo que dicen las encuestas, porque hay mucha gente que no quiere que regrese ese partido”. En ese momento, pese a saber que muy posiblemente a esas horas la maquinaria electoral del PRI ya estaba funcionando en toda su potencia, mi expectativa era que los ciudadanos, en el pleno sentido de la palabra, también ya estaría emitiendo masiva y libremente un voto que con toda seguridad no sería para Peña Nieto.
Así que luego de dejar a mis hijos, continúe con mi segundo propósito: salir junto con los amigos a observar desde la calle el transcurso de la jornada electoral. Armados con botellas de agua que regalarías a electores y las personas encargadas de las casillas que vigilan la elección, la siguiente actividad fue visitar algunas casillas, principalmente en el centro de la ciudad y del norponiente, allá por Anapra, la parte por antonomasia dominada por el PRI, el territorio del clientelismo electoral.
Lo que vimos en el centro de la ciudad, en la casilla especial instalada en el edificio de la ex Presidencia Municipal, fue conmovedor: había una larga fila de votantes que bajo la ardiente luz del sol esperaban turno para expresar su voluntad política. Eran tantos que allí casi agotamos la dotación de botellas de agua para regalar a los sedientos, que las aceptaban agradecidos. Luego, en otra casilla ubicada en una escuela cercana a la vieja “Cárcel de Piedra”, pudimos observar una muestra del engranaje clientelar del PRI: afuera de la casilla, en la banqueta, había un grupo de personas, algunas de ellas con papel y pluma en la mano, otras con celular haciendo una llamada, y todas con algún distintivo priista en la gorra beisbolera o camisa o camiseta. Curiosamente no había electores.
Posteriormente, en Anapra, llegamos a otra escuela donde estaban ubicadas varias casillas contiguas y se apreciaba mayor movimiento de personas. Allí nos encontramos con varios amigos periodistas que, según nos dijeron, se encontraban desde la mañana por el obvio interés periodístico: era el territorio del PRI. También porque en la mañana la diputada local del PAN, María Antonieta Pérez, había denunciado la presencia de un camión de pasajeros a una cuadra de ese lugar, con gente y propaganda del PRI, presuntamente en una operación de acarreo y compra de electores.
Luego de tomarnos algunas fotos del recuerdo de ese día histórico (optimistas, porque pese a todo yo y algunos de mis amigos pensábamos que Obrador podría remontar la maquinaria del fraude priista), visitamos otra casilla en esa zona, para después dirigirnos de regreso hacia el rumbo de San Lorenzo. Llegamos adonde se encontraba otra grupo de amistades, para ver el seguimiento de la jornada electoral en los noticieros y el internet, al calor de una carne asada y unas cervezas compradas desde un día antes de la ley seca. En el patio de ese lugar se había instalado un proyector que mostraba los resultados del PREP transmitidos por el IFE en colaboración con Google.
Allí observamos como Obrador, aunque iba por debajo de Peña Nieto, remontaba puntos poco a poco, hasta reducir la distancia de más de cinco puntos porcentuales a menos de 3.5; escuchamos las primeras y muy apresuradas declaraciones de Quadri y Josefina aceptando la derrota y pidiendo a Obrador que hiciera lo mismo; y también, llegadas las 10 de la noche, vimos por la red a Felipe Calderón, presidente de México, y luego a Leonardo Valdez, presidente del IFE, anunciar el triunfo de Enrique Peña Nieto por una diferencia de más de seis puntos. Además, ambos lo felicitaron y se felicitaron por lo ejemplar de esa jornada electoral, a la que ya en algunos medios de comunicación se consideraba histórica por la afluencia del electorado y la ausencia de incidentes electorales.
Tales declaraciones, su contenido, los gestos y la actitud con que fueron hechas, me mostraron de golpe la dura realidad, esa que pensé en la mañana podía ser cambiada, y empujaron a única conclusión que se podía extraer de esa jornada: la maquinaria electoral del PRI se había impuesto gracias a la coacción y compra de votos, a la manipulación de los medios, la conformidad del gobierno de Calderón y la falta de imparcialidad de las autoridades electorales del país. De nueva cuenta, como años atrás, el mensaje que se nos dejaba a los mexicanos es que el voto no sirve para elegir gobernantes, lo que nos coloca para las siguientes ocasiones ante el dilema de “seguir votando pese a todo” o mandar al “diablo a las instituciones”.
Ese día, 1 de julio de 2012, al final de la noche, o mejor dicho, en las primeras horas del día siguiente, con más de una cerveza en la conciencia, cumplidos mis propósitos de la mañana, luego de saber por quién y cómo votaron mi vecina y su madre, de conocer las primeras cifras de los resultados y escuchar las declaraciones triunfalistas y las apologías a la democracia, me fui a dormir con tres preguntas en mente: ¿Si la opción es al diablo con las instituciones, luego entonces qué sigue? ¿Qué salida tenemos los mexicanos, que no sea responder con otra violencia a la violencia del fraude electoral? ¿Qué opción nos están dejando si Obrador, como antes, solicita la anulación de unas elecciones fraudulentas y el TRIFE las vuelve a convalidar? Por supuesto, me interesa saber la respuesta.
JuárezDialoga ha invitado a Héctor Padilla a colaborar por su trayectoria académica como estudioso de Ciudad Juárez y el tema de la frontera. Así mismo, por su contribución y reflexión sobre el tema específico de la cultura. Héctor, también como académico ha apoyado en distintos momentos diversos movimientos sociales y fue co-fundador del Movimiento Pacto por la cultura.