Me levanto temprano. Más temprano de lo que debería. Me siento en la computadora y pienso en la clase del día. Le doy vueltas hasta que llego a una conclusión. Voy a hablar por una hora frente a un grupo que está o en el teléfono o en lo que pasa más allá de las colinas de arena que se ven por la ventana o en un mundo más amigable que éste. Lo demás, es extra.
La rutina es igual. Una hora manejando para llegar a la Ciudad del Conocimiento, que, como una vez dijera Nelson en Los Simpsons, tiene dos grandes contradicciones en su nombre, ni ciudad ni conocimiento.
Poner el dedo en el lector digital. Ver tu nombre en una pantallita que te dice Welcome, seguido de una musiquita que parecería salida de algún comercial de la Coca Cola.
Caminar tras el viento que te empuja al lado contrario de donde quieres ir. Levantar la mirada y sólo ver arena. Mucha arena. Más de la que mi cabeza calva puede soportar.
Llegar al salón, saludar sin recibir nada a cambio. Escribir en el pizarrón sabiendo que alguien ahí enfrente no va a sacar el cuaderno, no va a apuntar, te va a desafiar con la mirada haciéndote creer que todo está en la memoria. O, en su efecto, que nada es relevante y que el enorme esfuerzo de apuntar no vale las dos horas de clase que estás dando. Así, o a veces es más simple.
Regresar a casa y esperar un cheque que cínicamente te pone tu total ideal y tu total suprimido. Que te dice: esto deberías de ganar, ¿se ve bien, no? Pero vas a ganar menos, porque hay retenciones, hay IVA, hay ISR, hay muchas cosas que no tenemos tiempo de explicarte pero que debemos quitarte. Entonces pienso que a mí también me gustaría quitarles algo, decirles una que otra mentira a los alumnos para que vean mi único tributo, el cual es darles alumnos más malos de los que entraron: una fecha mal, un nombre equivocado, decirles que desde ahora nuestro libro de teoría será el Carlos Cuauhtemoc Sánchez o uno de Gaby Vargas, que salgan pensando que la metodología es hacer fichas bibliográficas y que los libros de la SEP dicen la verdad. De esas mentirillas que cuando te las crees, te quedas hasta el fondo de la pila de solicitud de empleo.
Pero luego te traiciona la etiquilla malhumorada que tienes, y les dices la verdad. En fin, el mundo es peor que como dicen los libros, y quiénes eres tú para ponerla aún más mal.
Entonces llega el cheque flaco, sin prestaciones, sin seguro, sin garantía de nada, sin seguridad, sin futuro, sin presente. Y te das cuenta que ellos son los que te utilizan. En una ciudad en donde ser profesionista es un estigma, la institución educativa más importante de la ciudad se aprovecha de ti. Es como poner a pelear a dos vagabundos por un pedazo de pan por el simple placer de ver sangre.
Pero uno hace el esfuerzo, sonríe con calma, esperando días mejores, aunque sabemos que esos días mejores nunca van a llegar. Entonces, nos paramos frente a un grupo de aspirantes a algún día ocupar nuestro lugar, a un día caminar cabizbajos estirando los cheques para que vivan un poco más de lo que deberían vivir en condiciones mejores. Nos paramos frente a ellos dándoles esperanza cuando no la hay. Cuando van a salir con un sueño roto desde un principio. ¿Nuestra culpa? No, no lo creo, a nosotros también nos hablaron de días mejores, de días buenos, sin darnos cuenta que al final era sólo algo que dicen las instituciones para tener sangre joven, barata y necesitada que siempre dice sí.
Juan Manuel Fernández Chico es co-fundador del Colectivo Vagón y director de la película El Heroe. JuárezDialoga lo ha invitado a participar por su compromiso con el trabajo colectivo en el quehacer artístico en Ciudad Juárez.