La tragedia, cuando alcanza los huesos y el alma de una nación posee el poder de transformar a los países, no siempre para bien. Momentos históricos de profundo dolor colectivo, de intenso miedo o de coraje desbordante son oportunidad de entrada a discursos políticos revanchistas, xenofóbicos, militaristas.
El más claro y cercano ejemplo es el ataque a las Torres Gemelas —conmemorado en su décimo aniversario esta semana— que sirvió de pretexto al presidente George W. Bush para erigir un discurso en base a un supuesto ‘Eje del Mal’ y lanzar su guerra privada contra Irak, cuyo costo, (directo e indirecto según el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz) de más de tres trillones de dólares, ha contribuido al colapso económico y al deterioro de la imágen de Estados Unidos como superpotencia en el mundo.
En México, ante la la tragedia de la matanza de 52 personas indefensas al interior del casino Royale en agosto de este año, el presidente Felipe Calderón encontró el perfecto justificante de su discurso armamentista:
“Es evidente que no estamos enfrentando a delincuentes comunes, estamos enfrentando a verdaderos terroristas que han rebasado todos los límites, no sólo de la ley, sino de elemental sentido común y del respeto a la vida. Estamos hablando de criminales que de manera artera, con premeditación, alevosía y ventaja llegaron al lugar, amagaron a las personas que ahí se encontraban y prendieron fuego sin más a esas instalaciones… homicidas incendiarios y verdaderos terroristas sobres quienes debe caer no solo todo el peso de la ley, sino el unánime repudio de la sociedad, de los poderes públicos, de los partidos políticos de los líderes sociales y de los medios de comunicación”.
Hay en las palabras del presidente conceptos clave a resaltar. Como Bush en su momento, Calderón se adjudica potestad a demarcar territorios entre el Bien y el Mal. Y lo hace, dice, como aliado de la Ley. En base a un supuesto ‘terrorismo’ traza un país de buenos y malos, de blanco y negro, de bondadosos y perversos:
“Las fuerzas federales están defendiendo a los ciudadanos de los criminales; déjenos hacer nuestro trabajo, dejen a un lado la mezquindad política y los intereses que buscan, precisamente, frenar la acción de las fuerzas federales simplemente para obtener, quizás, un lucro mediático y político”.
Los ciudadanos mexicanos hemos padecido la obsesión del presidente en turno: Echeverría se sintió redentor de los países subdesarrollados mientras reprimía la disidencia izquierdista en el suyo; tuvimos, de manera bastante catastrófica, que aprender a ‘administrar la abundancia’ con López Portillo; emprender la cruzada por la renovación moral (fracasada) con Miguel de la Madrid y desmantelar lo poco productivo de nuestro campo en aras del libre comercio impulsado por Carlos Salinas de Gortari y su equipo de tecnócratas. Fox no fue Vicente, sino Martha.
Cuando el ciudadano de la calle en Ciudad Juárez juzga con intenso odio que la gestión de Calderón supera en calamidades al conjunto anterior, no dice poca cosa. El país se encuentra postrado ante la más grave crisis de seguridad en un siglo, que arroja al menos 50 mil muertos en su sexenio. Sin embargo, ello no parece permear la visión de la clase política, que se apresta a aprobar una Ley de Seguridad Nacional al estilo Calderón porque quizá ve con envidia el usufructo que hace el presidente hasta sus últimas consecuencias de la fuerza del Estado y le entiende perfectamente como el pionero en haber expandido las fronteras del mercado criminal del país, con toda la corrupción, riqueza, poder y violencia que ello engendra.
Ante las actuales circunstancias la clase política mexicana ha dado muestras claras que necesita el blindaje que le garantiza el Ejército: López Obrador fue exhibido al estilo Wikileaks como militarista (WikiLeaks 06MEXICO505), Ebrard ha apoyado recientemente la guerra de Calderón, el PRI no ha desentonado y en boca de Beltrones, presidente del Senado, ha dicho que el próximo presidente debe continuar con la misma estrategia porque “las fuerzas civiles han fallado”. Además, las reformas a la Ley de Seguridad fueron aprobadas en lo general por todos los partidos políticos.
En Estados Unidos el presupuesto militar actual es 13 veces mayor que en tiempos de Vietnam. Aún así, las guerras de Irak y Afganistán son conflictos latentes. En México, a pesar de que bajo la administración de Calderón el gasto en seguridad pública ha aumentado siete veces la violencia no ha disminuido, todo lo contrario.
El encapsulamiento de la clase política implica, entre otras cosas, el abuso de la retórica antiterrorista, ya sea en la política doméstica, como en México, o en la hegemónica, que concierne a Estados Unidos. Hay una mutua necesidad: los políticos necesitan que los militares los defiendan; los militares en México necesitan a los primeros para salvar la cara por violaciones a los derechos humanos en tareas de seguridad pública.
Esta lógica que nuestros políticos y militares comprenden tan bien tiende al potencial control del jugoso y lucrativo mercado de la ilegalidad y el crimen, que equivale a miles de millones de dólares anuales. Esa legalidad hueca a la que apela el Presidente se deshace en la calle por el ejército y la policía federal que debieran cuidarnos a todos pero sentimos que lo representan solo a él, mientras el ciudadano corriente sufre, y no en abstracto: allanamientos, detenciones ilegales, extorsiones, secuestros, tortura, ejecuciones extrajudiciales.
Habría que ver en las revelaciones recientes sobre la red de complicidades y corruptelas sobre la operación de casinos en Monterrey, hasta donde llega la responsabilidad moral de Felipe Calderón en la tragedia del casino Royale, a través de la relación de funcionarios panistas allegados a su persona y a Juan José Rojas Cardona, el zar de los casinos. Sería, en efecto, una buena muestra donde se juntan crimen y política, más allá de los discursos.
JuarezDialoga ha invitado a Julián Cardona por su interes en Ciudad Juarez. Julian es fotógrafo freelance y ha publicado los libros: Juárez, el laboratorio de nuestro futuro, Exodo y Ciudad del crimen.