En fecha reciente se llevó a cabo una serie de eventos relacionados con el tema de la tortura en México, misma que tuvo lugar en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En los mismos se señaló el incremento de la tortura como forma sistematizada de investigación en los procesos penales y como forma de represión hacia el activismo político.
Las aportaciones que se hicieron, tanto de los panelistas como de los asistentes, permitieron denunciar tanto el incumplimiento del Estado mexicano a las recomendaciones de los organismos internacionales como la visualización de las distintas formas que ha adquirido esta práctica en los distintos contextos en los que se practica, con la complicidad de quien o quienes se supone deben velar por el cumplimiento del debido proceso, de las garantías individuales y de los derechos humanos en general.
Con ello, fue posible tener un panorama y un diagnóstico de dicha práctica en México que es, a todas luces, escalofriante. Sin embargo, pocas veces hemos dirigido nuestra mirada a la ideología y prácticas institucionales de un problema que se justifica, incluso por propios operadores y funcionarios del sistema penal, en función de las necesidades contingentes de control de los detenidos especialmente de aquellos relacionados a delitos de alto impacto. Razones tales como “llegan mentándonos la madre, amenazándonos” y “hay que bajarles la adrenalina para poder trabajar con ellos” son algunas de las consideraciones que sustentan, apuntalan, activan, las prácticas de tortura hacia personas detenidas en las diferentes instancias de procuración de justicia.
El combate a dicha práctica, no obstante, se ha enfatizado desde una mirada jurídica, es decir, desde la reacción que el derecho posibilita a través de los instrumentos de derecho nacionales y principalmente de aquellos internacionales como son los convenios y tratados que México ha signado para su cumplimiento. Lo cual es condición necesaria pero insuficiente para erradicar la práctica de la tortura puesto que tiene una raigambre social que inicia desde la temprana infancia en distintos ámbitos y prácticas de nuestra la vida social. Veamos:
a) Desde la temprana infancia recibimos castigos físicos y psicológicos en el nombre de “lo educativo”, es decir, en el seno familiar se nos educa con toda clase de castigos. Para los niños, por ejemplo, el castigo físico y para las niñas el confinamiento. Una suerte de sesgo de género que justifica la “mano dura” para los varones, quienes son en su mayoría quienes posteriormente lo ejercen a través del “bullying” o, en su expresión extrema, la tortura.
b) En la escuela primaria se continúa con la educación que gira sobre los ejes del orden y la disciplina tanto en el interior de los salones de clase como en el exterior de ello. Así, se justifican toda clase de medidas correctivas y disciplinarias que van desde el jalón de patillas, el confinamiento en el salón de clase hasta la humillación pública.
Con ello, pretendo mostrar que a las prácticas de la Tortura le sostienen, le apuntalan, prácticas vejatorias e intimidatorias que están en la base de un aprendizaje violento. A este aprendizaje le subyace toda una ideología machista que permite se continúe en ese camino en la edad adulta. En esta ideología participamos tanto hombres como mujeres, tanto instituciones educativas como medios masivos de comunicación, como de impartición de justicia, por lo que la “educación de género” se hace necesaria en todos los ámbitos de la vida social para visibilizar dichas prácticas sociales y creencias que soportan, le dan “vida”, a la práctica de la tortura. Usted que opina?
JuárezDialoga a invitado Emilio Naná por su compromiso y trabajo en diversos movimientos sociales en Juárez. Él es Abogado/Psicólogo/Maestría en Ciencias Sociales: especialidad en políticas públicas y estudios culturales. Candidato a Doctor en Ciencias Sociales: especialidad en género.