Disculparán mi expresión, y elijo mis palabras con cuidado, pero esta pinche ciudad es chingona. Durante muchos años viví en el Centro de la ciudad. La comodidad era tener todo cerca, desde el mercado hasta cantinas. Pero más importante era la seguridad de saber que te conocen por ahí. Donde estaba el fuerte que albergaba a las fuerzas federales en la época de la revolución, ahora está el Mercado Solidaridad. A un lado hay un estacionamiento donde el encargado es conocido como “Ojos”. Basta visitarlo para enterarme de qué ha pasado en los últimos meses. Cerca hay una tienda Smart, donde uno de los panaderos que ahí trabajaba, tiene el título de arqueólogo, le decían Nococoltzin que significa abuelo en náhuatl. Bajando por la Melchor Ocampo esta la panadería La Nueva Rosita, su pan es simplemente delicioso. Casi enfrente, en la esquina con Hidalgo se pone un puesto de verduras donde trabaja Pancho, lamentablemente la diabetes y su afán de tomar cerveza desde las 7 de la mañana le hizo perder la pierna. Por la calle Hidalgo casi esquina con Mariscal, venden unos quesos muy buenos, quien atiende ahí cumple años un día después que mi hijo Renetukis.
Recuerdo que cuando vivía por ahí, mis amistades no solían frecuentarme tanto, les daba miedo un barrio tan peligros, pero ahí yo me sentía en mi hogar.
Luego me cambié a otra casa no muy lejos del centro. Aun así gozaba de la ventaja de tener todas las rutas del transporte público cerca, y bastaba caminar diez minutos para llegar al Parque del Monumento y poder dirigirme casi a cualquier parte de la ciudad.
Los azares del destino me llevaron a cambiarme nuevamente. Ahora vivo en una privada. Cosa rara pues nunca me han gustado, es más, siempre las he criticado pues me parece que le quitan el sentido a la ciudad. Se alejan de todo, se cierran a todo. Es cómo querer vivir en otro lado. Pero bueno aquí estoy. ¿Ventajas? Sí, debo confesar que me gusta la tranquilidad de que mis hijos puedan salir y hacer amigos sin los riesgos que hay en otras calles. Principalmente por los autos que sin precaución circulan muy rápido sin considerar que las calles son un espacio público donde todos y todas tienen derecho a circular.
Lamentablemente ahora cualquier ruta de transporte público me queda muy lejos, de hecho en ocasiones prefiero caminar a mi destino. Pero a pesar de que me gusta andar (pero no sigo el camino, como diría Alberto Cortez) es demasiado lo que tengo que caminar ahora.
Así que pensé en comprar una bicicleta. Uno de mis nuevos vecinos es Fernando Lozada, un experto en movilidad urbana que no sólo sabes sino que vive las alternativas para moverse en las ciudades. De él he aprendido mucho al respecto. Me compartió la información de un folleto técnico que aclara como en las carreteras de Bélgica se cuida la biodiversidad de tal manera que se construyen las carreteras con “sapoductos”. Estos son pequeños túneles que permiten a los sapos cruzar de un lado a otro evitando que muera atropellados y considerando la forma más natural de desplazamiento de los sapos.
En palabras de Fernando y que comparto plenamente, en Bélgica se le reconocen más derechos a los sapos que a un peatón en Ciudad Juárez. Cruel realidad, que nos da una idea no sólo del quehacer de la autoridad, que por ejemplo, construye puentes peatonales no para ayudar al peatón sino para quitarle una molestia al automóvil (de Fernando también), o como los pasos a desnivel que se construyen actualmente que son para que el tren pueda pasar, no para ayudar a los autos. De hecho, en el centro, no hay pasos para los peatones cuando el tren se atraviesa.
Pues bueno, como buen entusiasta del transporte, Fernando cuenta con más de una bicicleta y acordamos que me vendía una que le pagaré cuando reciba mi aguinaldo. Al parecer fue casi, casi un regalo.
La bicicleta que he adquirido es de montaña, lo cual me parece adecuado para una ciudad tan llena de baches como esta. Tiene algo así como amortiguadores en la llanta delantera y otro en el medio del cuadro. Di una vuelta por el parque y como no me caí dije “de aquí soy”. Y empecé la aventura de recorrer la ciudad en bici.
Hoy en la mañana, me cuestioné si había algún reglamento para ciclistas que deba conocer. Es algo que deberé averiguar. Puse mi computadora en la mochila, me la colgué en la espalda y salí de la casa. Me tope con la Avenida Plutarco Elías Calles, recién pavimentada con concreto hidráulico. Caminando nunca me había dado cuenta de lo rápido que van los autos. Es fácil esperar a que no pasen y cruzar una calle y seguir por la seguridad de la banqueta. Pero las banquetas son complicadas para los peatones e imposibles para bicicletas. Postes, autos estacionados, ramas, botes, baches y además de que son lugares para caminar obligan al ciclista a ir por la calle.
El cansancio no se siente por la adrenalina de que pasen los autos muy cerca y rápido. Fui a la universidad y estaba listo para después atender otros pendientes. Pero decidí regresar a casa por el temor de caer y que la computadora se estropeara. Así que la dejé y tomé rumbo.
Tenía que dirigirme desde la Plutarco Elías Calles hasta el Bulevar Tomás Fernández. Recordé el comentario que alguna vez me hizo un ciclista de tomar calles secundarias para evitar el tráfico, y así lo hice. Me sorprendí de lo rápido que llegué a mi destino. Mi siguiente parada sería la Simona Barba, donde hay una refaccionaria de bicicletas. Tenía que cambiar los pedales, pues tenía unos especiales de broche que van acompañados de unos zapatos que se abrochan al pedal. Corte camino para salir a la Avenida Tecnológico por un lote con grava, descubrí que eso no es un atajo pues pedalear ahí fue difícil. Cuando salí por una banqueta de la Avenida Tecnológico, un tipo de 36 años que también viajaba en bicicleta se me emparejó. Me dijo que estaba bonita mi bici y me preguntó si era 26.
No supe a que se refería, pensé a las velocidades y le dije que era de 18, aunque en realidad es de 24 y todavía no sé cómo usarlas. Me dijo que no era eso y que si me detenía un momento. Me dio temor, pero no tanto, desde hace año y medio he estado entrenando Krav Maga y me siento seguro para defenderme de ser necesario, cosa que nunca he hecho ni espero hacer. Me detuve, vio mi vehículo, y me dijo que 26 era la medida de las llantas. ¿26 qué? No lo sé. No pregunté.
Su nombre es Hugo y me dijo que era pedestre, yo también le dije que era peatón, pero él se refería a que corría en carreras pedestres. También me dijo que era ciclista y que tiraba guante (boxeo). Durante la charla nos dimos cuenta de que mi llanta tenía muchos toritos y se me ocurrió quitarle uno, el aire empezó a salir de inmediato. ¡Un torito ponchó la llanta! ¿Qué podía hacer? Le pregunté a Hugo, y me dio recomendaciones sobre qué hacer en un caso así, pero yo insistía que me dijera que debía hacer en ese momento. Me dijo que vivía cerca, que lo podía esperar en la gasolinera y que él me llevaría parches.
¿Parches? ¿Se le pone un parche a la llanta y ya? Pensaba sin saber bien qué hacer. Cruzamos la Avenida Tecnológico. Si caminando es difícil, arrastrando una bicicleta lo es más. Nos dirigimos a una gasolinera que estaba frente a nosotros pero en la charla nos pasamos de largo y no estaba seguro si él había cambiado de opinión y prefería que fuéramos a su casa por los parches. Entramos por unas calles pequeñas y llegamos a unas viejas vecindades de las que yo pensé que sólo había por el Centro. La charla era amable, pero el temor y la alerta de estar vulnerable frente a un desconocido seguía presente. ¿Qué no puede uno ayudar a alguien? Sí, de hecho sí, pero en esta ciudad nos han enseñado a ser paranoicos, por eso la gente prefiere vivir donde hay calles cerradas, olvidando que la mejor seguridad está en la confianza de las relaciones humanas y no en las bardas y rejas. Esas son para las cárceles.
No podía evitar pensar en estrategias si algo malo pasaba. Él boxea, si algo pasa deberé entonces atacar sus piernas, pero ¿y la bicicleta? Cuando camino, lo que tengo que cuidar lo traigo cargando, pero la bicicleta debe cargarme a mi sólo que está ponchada.
Cuando llegamos a casa de Hugo, entró y salió con parches, pegamento, una pequeña lima, un encendedor y una llave de perico.
Me enseñó a quitar la llanta, a sacar la cámara de la misma y encontrar las ponchaduras utilizando una cubeta con agua. Encontramos dos en la llanta delantera. Me dijo, fíjate como parcho la primera y tú haces la otra. El procedimiento era lijar en torno al diminuto agujero, ponerle el pegamento, encenderlo hasta que haga burbujas, apagarlo, poner el parche y presionarlo hasta que quede bien adherido. Hugo lo hacía bebiendo una cerveza pero creo que esa parte es opcional en el procedimiento… ¿o no?
Cuando ponía la llanta de adelante, descubrí que la llanta trasera también estaba ponchada. No sé exactamente cómo fue que miré a Hugo, pero con una sonrisa me dijo que la arreglábamos también, que qué clase de persona sería él si me dejaba así tirado. La llanta de atrás es un poco más complicada porque es la que tiene la cadena, pero nada del otro mundo.
El caso es que después me sentí ridículo por el temor que había sentido y agradecí lo que me enseñó. Le pregunté si le debía algo, me dijo que no, que si me quisiera cobrar sería vendiéndome alguno de sus cascos pues, como todos, no se las ve muy bien económicamente. Pero que mejor no me lo vendía porqué tenía una calcomanía con el nombre de su novia. Pero me regaló unos parches por si llegaba a necesitarlos.
Tuve ventaja de irme con tiempo suficiente pues ignoraba cuánto tardaría en desplazarme en la bicicleta. Al salir de la casa de Hugo, no me fue difícil encontrar el lugar donde venden las refacciones de bicicleta. Fueron 50 pesos por los pedales instalados y las cámaras costaban también 50 pesos, así que decidí comprar una por si me ponchaba de nuevo.
Mi siguiente parada sería el gimnasio. Llegué una hora temprano. Fui muy malo calculando el tiempo que me tardaría en llegar. Así que me fui a dar una vuelta a Plaza Juarez Mall. Cuando salí del centro comercial, mi sorpresa fue ver que la llanta delantera estaba de nuevo ponchada. Faltaban 10 minutos para la hora del entrenamiento y pensé que podría cambiar rápidamente la cámara de la llanta y llegar a tiempo. Quite la rueda, saqué la cámara, metí la nueva y cuando traté de poner de nuevo la llanta en el rin, el pivote, quedaba muy corto. Al parecer estos rines son algo particular. Así que de nuevo saqué la cámara nueva, puse la vieja y fui a la gasolinera a ponerle aire. Estaba muy lejos de casa, así que sólo quería llegar al gimnasio y ahí vería qué hacer. Pasé por una desponchadora en la Avenida Ejército Nacional. Pregunté si podrían parchar la cámara de la llanta y me dijeron que no, que sólo tenían parches rígidos.
Seguí avanzando, tenía certeza de que la llanta iba perdiendo aire y me acordé de los parches que Hugo me había dado, pasé por otra desponchadora (cosa curiosa están a una cuadra una de otra), le dije al que ahí trabaja que si me podía parchar la cámara que yo traía los parches. Lo hizo, pero después de cambiarle a una camioneta una llanta vieja por otra menos vieja.
Me di cuenta de que a pesar de que en esta ciudad arreglamos los desperfectos de los autos con los deshechos de otros autos, que arreglamos basura con basura pues, no es accesible para un ciclista encontrar cómo resolver algo tan simple como la ponchadura que ocasiona “un torito” o muchos, esas duras espinas que al caminar también se clavan en los zapatos.
En esta ocasión le encontramos dos agujeros más a la cámara y no eran los que ya habíamos tapado. Pero a pesar de que los ciclistas no parecen estar en el mercado, el trabajo fue más un favor pues el cobro solo fueron 10 pesos.
Con esta ya eran 5 ponchaduras que había tenido durante la tarde. Seguro de que ya todo iría mejor, no me importó llegar media hora tarde al entrenamiento. Pero al terminar, descubrí que de nuevo las llantas se quedaron sin aire… al menos una ponchadura en cada una. Por suerte, un compañero que vive por la casa traía una camioneta, le pedí que me llevara y la bicicleta se fue a la parte de atrás. Con cinco parches nuevos y dos ponchaduras.
Aprendí algunas cosas. Siempre he dicho que caminar por Ciudad Juárez es un deporte extremo, pero andar en bicicleta es la versión turbo. Cuando se maneja, muchas veces olvidas tu entorno, lo único importante es lo que pasa en tu auto, Caminando, pones más atención en lo que te rodea, pero los autos se convierten en un factor de riesgo del cual es mejor alejarse pues pareciera que la gente al conducir olvida su sentido de comunidad. Pero andar en bicicleta es ser consciente de uno, de la ruta y de los riesgos que ocasiona la gente que al conducir olvida que la ciudad nos pertenece a toda la población y que el derecho para usarla no es sólo para automovilistas.
Sin duda seguiré usando la bicicleta, cuando pueda resolver el asunto de las llantas ponchadas, y me emociona descubrir que la ciudad puede ser vista de una manera muy diferente a como la conozco, un mundo nuevo se me presenta, toda una aventura y por eso digo con palabras cuidadosamente seleccionadas. Esta pinche ciudad es chingona.
JuárezDialoga ha invitado a Hernán Ortiz III para colaborar por su trayectoria académica y participación en la Sociedad Civil Organizada. Hernán es profesor en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ). También, colaboró en la Organización Popular Independiente (OPI) y en el Consejo Ciudadano por el Desarrollo Social (CCDS). Actualmente dirige la organización civil Ciudadanos por una Mejor Administración Pública (CIMAP) conformada por un grupo de ciudadanos que trabajan por tener una mejor ciudad al proponer a las autoridades, mecanismos para mejorar la administración pública.