Condensados el surrealismo voluntario e involuntario que es México —reflejado en el arte desde hace décadas y ya convertido en cliché— en el último filme de Ripstein, La calle de la amargura, se hace evidente un doble homenaje al cine mexicano; a la vez que lo ironiza, se nutre de él. El doble homenaje le viene, en primera instancia, por aquellas películas que entretuvieron a una sociedad ávida de deporte extremo, cuerpos gruesos, posiciones homoeróticas y marometas, de cine policiaco y de súper-héroes, erotismo y vanidad detrás de una máscara: la lucha libre. La trama es muy simple: un par de enanos luchadores, gemelos además, al terminar una pelea y ganar algunos pesos, deciden irse de farra con un par de prostitutas viejas que han planeado robarles; el final trágico se atisba con facilidad.
Es sabido por todos cómo el pancracio mexicano, ya sea llevado al cine, ya sea en los reportajes y demás estudios bartheanos, ha levantado el polvo suficiente como para ser colocado en el portaobjetos antropológico y en el abanderamiento artístico. No menos conocidas son las concepciones europeas sobre el surrealismo y el cine de El Santo. Cierto es que son propuestas extrañas, donde los mecanismos de lo ´habitual´ rayan en el realismo mágico, quizá en el absurdo, pero que le son fieles a sus propias reglas que solo funcionan para ese mundo: que un ser enmascarado circule por las calles o se refresque en una piscina sin que los demás seres humanos se sorprendan es una verosimilitud que precisa un mundo paralelo, donde se acepten mujeres lobas o pintores que utilizan como pintura sangre de doncellas. Es por eso que, acertadamente, en el filme de Ripstein, los pequeños luchadores, representantes “liliputenses” de gladiadores de dimensiones habituales, nunca se quitan la máscara, ni siquiera con sus esposas, ni con sus hijos, ni con su madre. Sin embargo, ya establecido este papel luchístico y esta conservación de la máscara a toda costa, el mundo que venga en el filme, incluso con los detalles más delirantes, serán aceptados, puestos en una órbita de lo posible, de lo humanamente posible: el de Ripstein, bien lo sabemos, es un cine que estira la realidad hasta sus últimas consecuencias, casi por lo regular consecuencias metidas en un mundo marginal, triste, desolado y brutal por lo cierto, por lo veraz.
Por otro lado, el otro homenaje, es, en realidad, una deuda que tiene Ripstein constantemente con Buñuel y su cine surrealista al estilo ´Buñuel en México´. El filme está lleno de guiños hacia el trabajo del español, tantos, que casi se convierte en secuela de Los Olvidados; así también, La calle de la amargura sirve, como lo haría la de Buñuel frente al estilo maniqueo de los filmes protagonizados por Pedro Infante, de contradiscurso al cine burgués y entreguista de Iñárritu y los demás productos cinematográficos mexicanos clasemedieros que se dedican a las comedias de enredos. Ante los filmes aburridos y tibios de los cineastas mexicanos, tanto en México como en el extranjero, nada mejor que la dupla conformada por Ripstein y la excelente guionista Alicia Paz Garciadiego, quien maneja como nadie los diálogos: juntos, hacen avanzar la trama rítmicamente hacia los clímax y explotan lo más significativo de los personajes y su relación con los demás, hasta el grado de calar hondo y de aborrecer al humano y sus miserias, su mundo patético.
Sucede que el discurso de Buñuel continúa en Ripstein, pero entonces viene lo terrible, la tristeza brutal, lo que todos sabemos y pocos cineastas dicen: México no ha cambiado gran cosa desde que se filmó Los Olvidados (1950) a la fecha, tanto así que basta quitar los colores para lograr la atmósfera putrefacta donde el poder y la riqueza acumulada evidencia sus logros más vergonzosos: la pobreza extrema, confinada.
Ripstein, sabido es, mantiene obsesiones muy claras en sus filmes: desde la atmósfera enrarecida pero veraz, hasta los personajes travestidos que sufren la marginalidad, el desprecio o que denuncian el exacerbado machismo mexicano que obliga al homosexual y bisexual a ocultarse en un aparejamiento hetero, normado, con su desenlace necesariamente triste, trágico. Con los elementos de marginalidad, realismo brutal, composiciones plásticas magníficas y elección precisa de rostros y actores para ejecutar los guiones y personajes, Ripstein ha logrado, con sus múltiples filmes, una obra cinematográfica llena de unidad: es cada propuesta, cada filme, un elemento que se enlaza a los demás y que se cohesiona al resto de su obra. A pesar de mantener estos elementos constantes también en La calle de la amargura, introduce algunas experimentaciones que, en términos rigoristas serían, en verdad, anacronismos tecnológicos: las voces de los personajes, abiertamente, fueron grabadas posterior al desarrollo visual. Así, en algunos personajes, sobre todo en los luchadores gemelos, enanos, las voces parecen no coincidir con los movimientos que se adivinan a través de las máscaras; el efecto es impactante: las voces parecen venir de ultratumba, de una conciencia que presagian el final trágico de los gemelos, de los miniluchadores.
Quien no haya conocido la historia donde está basado el filme —o que no conozca su entorno en México— creerá, al ver La calle de la amargura, que se trata simplemente de una ironía desgarradora, una visión absurda sobre la pobreza, la lucha libre, la prostitución y el asesinato en el tercer mundo. Es esta la ironía surrealista mexicana de Buñuel, la que se convirtió en cliché, de la que habló Bretrón y que ha continuado Ripstein en su último filme. Es una realidad deplorable que la clase política niega y las clases pudientes fingen no ver o con quien simplemente no quieren compartir su riqueza; es el mundo surrealista marginal que evidencia la incongruencia y desmesura del mundo, que permanece allí, visible, palpitante como un corazón vivo y podrido desde el surgimiento, ya hace bastantes lustros, de las ciudades.
La calle de la amargura
Dirección: Arturo Ripstein.
Guión: Alicia Paz Garciadiego.
Intérpretes: Patricia Reyes Spíndola, Nora Velázquez, Alberto Estrella, Silvia Pasquel.
Año: 2015.
Duración: 100 min.
Género: drama.
Producción: México-España.
JuárezDialoga ha invitado a colaborar a Diego Ordaz. Diego es narrador y editor. Autor de la novela Los días y el polvo (2011).