Tan fácil que se dice una cifra, casi ni significa nada, 1, 10, 100, 1000, si tan solo dimensionáramos lo que una muerte encarna, lo que representa y cuánto tiempo perdura el dolor que causa, el proceso que le lleva a un hijo, a una madre vivir y superar un evento de esa naturaleza. Como diría el poeta De Lamartine “a menudo un ataúd sepulta más de un corazón”.
Nos hemos dado en llamar a manera de consuelo “ciudad resiliente”, es decir, una ciudad con la capacidad de anteponerse a eventos traumáticos; creo más bien que nos hemos acostumbrado a la emboscada, al asesinato, al asalto mortal, diciéndonos para nuestra propia tranquilidad “tal vez se lo merecían”, solo esperando no ser el o la siguiente. Vivir con la angustia disimulada de saber que solo basta estar en el lugar equivocado o toparse con la persona equivocada te puede llevar a la muerte sin que nada ni nadie pueda efectivamente evitarlo.
Hoy cada calle de nuestra ciudad guarda la imagen de cuerpos inertes tendidos con la cara al asfalto, en postura de huida, sentados al volante, envueltos en cobijas, maniatados, así donde la muerte ferozmente los sorprendió. Jóvenes matando sin saber -o a sabiendas- del futuro que terriblemente les acecha.
¿Somos resilientes? Pregúntele al niño o la niña que deduce que su padre no va a cruzar la puerta por el luto y la crisis que inunda a su familia, a los miles de niños y niñas que han asimilado en soledad, en silencio, sin explicación alguna de lo que la muerte significa que su asidero en esta vida, su protector ya no volverá, a ellos la muerte se les apersona sin previo aviso, se instala en sus vidas y sería una burla decirles que son resilientes.
Durante finales del siglo antepasado y principios del siglo pasado, cuando el Estado se sustentaba principalmente de la ganadería, o, mejor dicho, sustentaba a los principales que eran los que tenían ganado, el delito de robo de animales, el abigeato, fue combatido con dureza y efectividad, tan solo un mes después de que don Luis Terrazas lo denunciara el 28 de julio de 1880 (M. Aparecida, 2010), al grado de elevar las penas por sobre el homicidio. Ya en este siglo cuando el delito de extorsión y secuestro se extendió alarmantemente, fue combatido con eficacia al grado y al igual que antaño elevando las penas por encima del homicidio. ¿Por qué el delito de homicidio ha quedado tan asimilado a nuestra dinámica fronteriza? ¿Qué la vida no es el bien más preciado? La respuesta es cruda, y la contestan con otra pregunta ¿la vida de quién?
Según InSight Crime, una fundación dedicada al estudio de la seguridad en Latinoamérica, son de 6 mil a 10 mil pesos al mes lo que se le paga a un sicario en México, se encuentran en un rango de edad entre los 14 a 24 años, jóvenes y niños por lo general en situación de pobreza, y en cifras más aventuradas se estima que tienen un promedio de vida de 3 años. La reflexión sería, ¿qué cantidad de oportunidades se dispone para entregar la vida por 10 mil pesos? ¿Cuáles son los modelos de éxito de los jóvenes actualmente para terminar en una labor tan despiadada? ¿O es que entran creyendo que algún día serán grandes capos? Sin saber que incluso ahí las oportunidades son ajenas, que no son más que carne de cañón.
Cuál será el estado de nuestra ciudad, que hoy más del 90 por ciento de los asesinatos los hacen jóvenes a cambio de dinero, ¿qué desesperación, qué desoladora vida puede llevar a una actividad que irremediablemente acabará en una muerte prematura? A esos jóvenes no se les va a detener con armas y policías, no se van a disuadir con la posibilidad de la cárcel. Son producto de la desigualdad, del abandono y falta de oportunidades, y solo el combate a las mismas podrá ir reduciendo este flagelo.
Hasta en tanto seguirán desfilando madres en las fiscalías que acuden a reconocer los cuerpos de sus hijos e hijas, en el trámite burocrático que implica la muerte; decenas, cientos, miles de personas seguirán convirtiéndose en expedientes olvidados, casos inconclusos, recuerdos dolorosos en muchas personas, dejando huecos en casas, familias, escuelas, trabajos. Y veremos con pesar a esos niños y niñas que inician la vida cuesta arriba, en la orfandad. Porque las oportunidades no son para todos, ya tienen dueño, se heredan, se venden y las opciones están canceladas.
Un joven siempre representará una esperanza, el potencial de ser un factor de cambio. Pero ante todo representa la unidad básica del derecho, una persona, titular de derechos fundamentales e inalienables y que por el solo hecho de nacer le deben ser reconocidos y garantizados por Estado y sociedad. Hasta entonces la muerte se pasea por las calles.
Nota: Este artículo se publicó primero en el Diario.mx y aquí se reproduce con autorización del autor.
Santiago González Reyes es abogado defensor de derechos humanos. Actualmente es docente en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.