Stepan Bandera fue un caudillo nacionalista ucraniano nacido en 1909. Combatió antes de la segunda guerra mundial en contra de los comunistas soviéticos y de los polacos, quienes dominaban cada uno un sector del territorio de Ucrania. Condenado a cadena perpetua en Varsovia fue liberado por las tropas invasoras alemanas en septiembre de 1939. Bajo suliderazgo, la Organización de Nacionalistas Ucranianos forjó una estrecha alianza con los nazis, combatiendo con sus batallones propios en el frente oriental. Compartió el antisemitismo de los alemanes y fue acusado de enviar a decenas de miles a los campos de concentración. Sin embargo, cuando proclamó el estado nacional de Ucrania, contravino los planes de Hitler y fue apresado. En 1944 se reincorporó a la lucha en contra del ejército rojo. Sobrevivió a todo y residió hasta 1959 en Munich, donde fue asesinado probablemente por un agente soviético.
Después de la revolución naranja de 2004-2005, el presidente Víktor Yushchenko lo proclamó héroe nacional, título que le fue retirado por una decisión judicial promovida durante el gobierno de Víktor Yanukovich, el presidente ganador de las elecciones en 2010, ahora exiliado en Rusia. En el nuevo gabinete y en la Rada (congreso) de Kiev, predominan los partidos derechistas, en particular el denominado Svovoda, autoproclamado heredero del nazismo, que detenta varias de las carteras principales entre ellas la de defensa. Así que, en ese ir y venir, Stepan Bandera ha ingresado de nuevo en el panteón cívico ucraniano, para escándalo de los rusos (incluyendo a los nueve millones residentes en Ucrania, es decir, al 20% de su población total) y de algunos parlamentarios europeos alarmados por la creciente fuerza de movimientos emuladores del hitlerismo.
El affaire de Stepan Bandera, carece de importancia en sí mismo, como todas las disputas por los héroes y los símbolos, que han dividido y dividen a las naciones. La relevancia de estos debates no está en lo que muestran sino en lo que ocultan. Tras de ellos se encuentran proyectos de nación, intereses religiosos, de clases sociales, ancestrales prejuicios racistas. Una sociedad que ha conseguido el reconocimiento generalizado e irreversible de sus grandes constructores, ha conquistado también un escalón fundamental en su constitución como nación. Y a la inversa, si no existen estos acuerdos básicos, el contrato implícito que mantiene integrada a una colectividad se rompe y ésta termina por desvanecerse o desaparecer como entidad autónoma. En México, por vía de ejemplo cercano, la figura de Miguel Hidalgo batalló durante más de medio siglo para consagrarse como la de mayor representatividad en la nueva nación. Mismos que ésta duró para establecerse definitivamente. Hasta después de la restauración de la república en 1867, clérigos y militares, renunciaron a la calificación de traidor y caudillo destructivo en la cual lo habían confinado. No era la persona, sino el título primordial en el cual se fundaría el naciente país lo que se debatía: o la revolución popular encabezada por el cura de Dolores o la conspiración clerical militar dirigida por Agustín de Iturbide. Sobre la segunda se comprobó que era imposible edificar y unificar.
La crisis ucraniana de hoy, a punto de convertirse en una sangrienta guerra civil e internacional, también muestra esta querella por los bronces. Las estatuas de Stepan Bandera, erigidas, retiradas y vueltas a levantar, nos hablan de una escisión muy profunda, de recuerdos dolorosos, odios irrevocables y adhesiones fanáticas, sobre los cuales es imposible basar algún plan de unidad entre todos los componentes de este país centroeuropeo. La masacre de Odessa, es el último de los hechos en los cuales se ofrecen a la vista estos abismos ideológicos. El 2 de mayo pasado, los militantes nazis quemaron vivos a medio centenar de opositores al gobierno de Kiev en la Casa de los Sindicatos y a quienes se salvaron de las llamas, los remataron a garrotazos. Cuando leo sobre tales atrocidades o las miro en los muchos videos subidos a la red, recreo algunos de los pasajes más oscuros de la historia: el genocidio del cual fueron víctimas los albigenses o cátaros a manos de los cruzados en 1219 (“¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!” fue la divisa) la matanza de Cholula llevada al cabo por Hernán Cortez en 1519, la Noche de San Bartolomé ocurrida en 1573 cuando milicias católicas masacraron a los protestantes franceses en París, la carnicería cometida por las tropas turcas contra la población armenia en 1914, la de la misma Odessa en octubre de 1941, cuando tropas rumanas aliadas de los nazis rociaron con gasolina a 19,000 judíos y les prendieron fuego…y una infinidad de etcéteras. En cada caso, como ocurre hoy en Ucrania, los actos de inhumanidad tuvieron como motivaciones centrales a los odios religiosos, raciales o nacionales sembrados y cultivados meticulosamente por quienes cabalgan sobre iglesias, sectas, gobiernos, mafias burocráticas, organizaciones militares o empresariales. Ucrania ha estado bajo el dominio del imperio austrohúngaro, de Polonia, de la Rusia zarista y de la soviética. Cada estadio de su desarrollo histórico le ha dejado piezas diferentes con las cuales ha de armar el rompecabezas nacional. Hoy, se ubica además entre una gran contradicción de la política mundial: Estados Unidos y los grandes estados europeos buscan a como dé lugar colocarla en definitiva (hasta donde esta locución es válida para la historia) dentro de su zona de influencia. Rusia, por su parte, nunca ha enterrado sus aspiraciones de reconstruir el imperio, uno de cuyos trozos fundamentales ha sido justamente Ucrania, con Kiev la capital, considerada la madre de las ciudades rusas.
El nacionalismo ucraniano llevado hasta sus extremos por los partidos derechistas hoy en el poder tiene la fuerza para desencadenar la guerra, pero no la capacidad para unificar al país. En un espacio donde conviven múltiples culturas e idiomas (casi la tercera parte de la población se comunica en ruso), donde las guerras internas y mundiales han dejado heridas insondables, cualquier proyecto que aspire a mantener la unidad del estado y de la nación, tendrá que buscar sus símbolos en hechos, personas y lugares incluyentes o por lo menos no refractarios para las numerosas y enormes minorías que allí conviven.
Cuando los nacionalismos se truecan en religiones, con sus dogmas, verdades axiomáticas, (“La biblia es la verdad…leela”, como reza el famoso letrero en la sierra de Juárez, hoy en cuestión), imposiciones e intolerancias, casi nada hay por hacer, salvo aprestar las armas para la lucha. Estos nacionalismos cuasi religiosos centroeuropeos han sido irreductibles y han arrastrado al mundo a guerras interminables desde hace siglos. Nada han podido hacer para disminuirlos ideologías internacionalistas, asociaciones culturales, civilización y neutralización de las corrientes religiosas. Siempre resurgen y recuperan o inventan héroes, emblemas e insignias. (recordemos las cruces medievales de los nazis). Los rusos y los ucranianos de hoy, como los de hace un siglo, están aquejados por este cáncer. No otra cosa expresan las brutales palabras de una ilustrada y excomunista diputada del partido Svoboda, Iryna Farion, a propósito de la reciente masacre: “Bravo, Odessa…que los demonios se quemen en el infierno”. La parlamentaria es, por cierto, defensora a ultranza de Stepan Bandera y de su legado.
JuárezDialoga ha invitado al profesor investigador en historia y doctor en ciencia política, Víctor Orozco, por su trayectoria académica y su solidario compromiso con la sociedad civil organizada. Víctor, actualmente es el ombudsman de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ).