Reseña
En Estrella de la calle Sexta (2000) se compilan tres historias, una de ellas es “Sabaditos por la noche” en la cual Luis Humberto Crosthwaite narra, en la voz de su protagonista, las confesiones y monólogos del Güero, quien cada sábado puntualmente se instala en una esquina ubicada en la calle Sexta de la ciudad de Tijuana, calle comercial de bares y antros, de taxis, de turistas, de tiendas de artesanías, de alcohol, drogas y de sexo; en apariencia el paraíso de la frontera, tanto comercial como de esparcimiento.
Sin embargo esta historia sobre un hombre de edad madura que asiste como voyeur a la esquina antes mencionada para ver, como él las llama, a “las beibis” pasar, e intentar seducirlas con sus palabras dulces y alardeando de una cultura que en ciertas ocasiones lo hace parecer un fantoche, un simulador –otro de los tantos preténders de Crosthwaite–, quien avanza hasta el delineamiento profundo, en tan pocas páginas, de un personaje más complejo de lo que en los primeros fragmentos aparenta.
Hijo de madre mexicana y padre anglosajón, el protagonista se desplaza entre dos países, dos lenguas, dos identidades, sin afirmar una y aun negando ambiguamente la otra; sometido históricamente a un segundo mestizaje el Güero revela su íntimo drama de orfandad y desgarramiento emocional. Es un personaje solitario, nostálgico, que aunado a esta ambigüedad de identidades, parece no ubicarse realmente en ninguna parte, sino en el pasado personal y afectivo, de ahí la descolocación que se da en todos los órdenes de su vida:
Para comenzar ellos saben que yo no soy gringo, no como ellos me dicen, ¿ves? El gringo es otro rollo, se cree dueño del mundo; yo no, yo nomás tengo esta esquina, este pedazo de banqueta que es mi universo.
… Claro que no soy de por aquí, cómo explicarlo, sí soy gringo y no soy gringo, ¿me entiendes? Hay más unión entre esta raza, entre los meseros y yo, que con toda la bola de gringos-güeros-atole-en-las-venas. Este es mi paraíso. (16)
Paraíso que consiste en el ritual sabatino de pernoctar en su esquina, confesar fragmentos de su biografía, narrar la vida urbana fronteriza a quien en ese momento se detenga a conversar con él, entre extraños, ficheras y meseros, y así cuando se cansa se introduce a un bar y se emborracha. Hay en “Sabaditos por la noche” un único narrador que es el Güero, y varios narratarios que parecen sólo ser el motivo implícito para que la narración fluya de un tono serio a un tono jocoso, como el lenguaje, como fluye la calle el fin de semana, como lo hacen las personas a través de la frontera, como el mismo protagonista lo hace, transitar de un lado a otro para olvidar el pasado momentáneamente, para volver a su rutina laboral de carrocero, lo que le hace de nuevo posicionarse en su realidad malquerida por no poseer nada: ni casa, ni carro, ni familia.
La nostalgia y la soledad en el protagonista, uno de los temas del autor presente en Estrella de la calle sexta, en “Sabaditos” contrasta con el dinamismo externo de la urbe narrada, es esa terrible “certeza pinche de que los ausentes ya no volverán” (27), centro del drama emocional del protagonista y que paraleliza su estatismo en esa misma esquina que dice él, es su paraíso –¿le creemos?– y en la que permanece aunque llueva y termine empapándose. Es el pasado detenido en el recuerdo, lamentablemente irrevocable.
El Güero es como uno de esos automóviles con los que trabaja para dejarlos como nuevos, uno al que realmente nunca pudo reparar, un automóvil como su vida, como sus ausencias. En la definición que el protagonista da sobre su oficio es posible encontrar un símil con sus circunstancias: “Carrocero: dedicado a hacer que las cosas sean como fueron, capaz de borrar las huellas de los accidentes, devolver el pasado” (52). Y eso es precisamente lo que no pudo hacer, “devolver el pasado”.
El automóvil como artefacto y símbolo de la modernidad implica la trayectoria, un proyecto de vida con ilusiones y dichas, con una esposa amada, una hija, un sueño, con su dosis de poesía, la evolución en marcha de una vida y sus percances. La carrocería es precisamente lo que reviste a la máquina, como una máscara. El protagonista se entrega casi diariamente al afán obrero de reponer las máscaras de los otros, acepta que la de él quedó muy atrás totalmente deshecha, pero no obstante eso, aún se empeña en colocarse la careta, con la que se convierte en una de las “estrellas” de la calle Sexta.
“Todos los barcos” es una historia sobre la imposibilidad del amor, del amor joven y desgarrador. Carol no está, parece ser lo único en lo que piensa Ken, desde que la conoció, desde que supo su nombre cuando alguien los presentó. Carol es el amor de un muchacho de 18 años, el amor frustrado, real e irreconciliable con la vida.
En esta historia la frontera de Crosthwaite es el lugar de la ausencia y del dolor, el espacio donde se palia un tormento del corazón. Steve, Ken, Mark y Bob cruzan la frontera para ir a Tijuana y celebrar el cumpleaños dieciocho de Ken, hermano menor de Steve. Pero Ken está en otro lado.
“Todos los barcos” es un cuento de crecimiento. El centro turístico de la ciudad fronteriza, con su noche, su ruido, su alcohol y su sexo parecen no ser suficientes para el protagonista dolido que todo lo que desea en ese momento, además de Carol, es irse a casa; la noche orgiástica de la frontera mexicana no le llama la atención, aparece desteñida entre el “tas-tas-tas-tas” de la música que invita a bailar, a olvidar, a reír. Ken no olvida, tampoco ríe. Ken sufre de una decepción amorosa.
En este texto, Crosthwaite conduce al lector con una prosa en la que la voz de un narrador externo se transmuta casi con la de su personaje principal. Una prosa rápida, de oraciones cortas, enumeraciones, elipsis, ilaciones mentales. Podría decirse que es un monólogo interior en tercera persona. La forma concuerda con el contenido, y la escritura narra fielmente lo fragmentario que puede ser, en todos los sentidos, una noche de fin de semana en los antros y los teibols.
La velocidad avasallante del exterior y los tragos tomados durante la noche enseñan una zona de la ciudad dinámica y populosa, una zona de cruces y trayectos, de confluencias. Es el centro turístico que ofrece a los extranjeros, sobre todo a los jóvenes, una diversión más barata y con menos restricciones que lo que fuera en su país de origen.
Es entonces cuando la visita al teibol parece ser una visita literaria obligada. Es el lugar común de “encontrarse solo entre los demás”, tanto como el desamor y el pasado el cual siempre tiene un nombre (o nombres) y persigue. La frontera es el lugar donde todos esos aspectos amalgamados muestran una cartografía original en donde los personajes de Crosthwaite transitan y hacen de tripas corazón un mundo que siempre puede, en la imaginación y el pensamiento, ser mejor para ellos.
La frontera de Crosthwaite es el lugar donde se narran las soledades, el lugar de las rasgaduras y las nostalgias, es estar siempre en otro lado, en un estar y no estar al mismo tiempo. Es también el lugar del desamor, el de la tristeza que aqueja a Ken, sentimiento introvertido de impotencia y pasividad porque correr no sirve de nada, porque no hay a dónde huir, no hay a dónde ir, y los sentidos se derrumban cuando caemos en la cuenta de que estamos solos. ¿En dónde estás? Entonces hay que reconstruirlos partiendo de una memoria dolorosa.
El gran pretender (Tierra Adentro 1992) es la primera novela de Luis Humberto Crosthwaite, pero reeditada en Estrella de la calle sexta (Tusquets, 2000). En ella se narra la vida y época de José Arnulfo, el Great pretender, mejor conocido como el Saico, diferentes nombres que muestran diversas facetas de un mismo personaje salido de la cholada de un barrio fronterizo entre México y Estados Unidos.
En esta novela corta, el autor explora con una estructura fragmentaria la épica de la calle representada por una banda de cholos tijuanenses, grupo homosocial con fuertes lazos de hermandad y con una ética propia de defensa de su territorio y de sus integrantes. Casi como en Fuente Ovejuna, el espacio de confluencia viene a ser un ente colectivo al cual se resguarda como a una soberanía. Los distintos fragmentos de la novela ubican al lector en una narración polifónica y retrospectiva que enuncian el pasado idealizado del “Barrio” en la forma de la fabulación y el recuerdo, que simula lo que sus miembros pretenden que sea, un espacio real pero también abierto a la nostalgia, y a todas las trampas que esta pueda traer.
La información se dosifica en pequeños fragmentos, a veces breves estampas de una prosa entre poética y coloquial. Si El gran pretender es una novela fragmentaria, también lo es del lenguaje, pues hay trozos de texto que quizá no contribuyen casi nada a la trama, sin embargo el lenguaje a veces se erige protagónico, construyendo así la novela como un entramado de voces, de narración, de diálogo, de descripciones, monólogos o enumeraciones elaboradas con giros y expresiones del habla coloquial, representado de una forma realista, sin rayar en la pretensión poética que hace sonar superfluo y obvio el subterfugio del lenguaje. La poesía surge por sí misma.
Se puede decir que en esta novela Crosthwaite intenta redimir, a través de las voces de sus personajes, a un grupo marginado, plasmando su cotidianeidad y su sistema de valores en un fragmento social del mundo urbano fronterizo. Nos encontramos en el barrio con los cholos, cuyos antagonistas son representados por quienes encarnan el poder, la policía y, detrás de ésta, la clase social alta. Del otro lado está la raza, la cholada, los personajes que se enraízan al Barrio y a sus códigos. Basta abrir el libro para que la lectura nos haga transitar por esa zona de la imaginación y los afectos donde es seguro encontrar a los homeboys en la misma esquina de siempre.
Allí están la China, Carlota, Cristina, el Mueras, el Chemo y el Saico, en el mundo común del barrio, de las seducciones o las transacciones sexuales, el de la cantina o de las veladas alcohólicas después del trabajo, donde la música Oldie coloca al protagonista frente a un fondo de nostalgia y soledad que crece hasta empapar el motivo de toda la escritura y todos los testimonios que conforman la novela.
La vida del protagonista se presenta en función de la mirada que echan sobre él los otros, encarnando así la figura mítica de un héroe, pues precisamente es el motivo que detona el conflicto, la violación de una muchacha, lo que provoca, veinte años después, la narración en retrospectiva de la historia. Es el héroe que venga a la mujer violada como un acto de revancha. En la banda de Saico el prototipo tradicional de la masculinidad está muy arraigado, y la transgresión que implica la violación de la mujer sólo toma importancia por el hecho de representar más bien un atropello a esta entidad colectiva que significa el barrio.
La nostalgia, la imaginación y la memoria son los ejes que atraviesan y sostienen El gran pretender; de igual forma, la novela está construida sobre la premisa de que el pasado siempre fue un lugar mejor. ¿Y acaso la forma de embellecer lo ocurrido no funciona como un acto de la recreación de la memoria y de las añadiduras u omisiones que la imaginación y el olvido provocan? ¿En el acto de recordar no está dado, acaso, el germen del falseo, de la fabulación?
En un fragmento de mundo, al margen y en la frontera, donde realmente importa la cantidad de cholos que caben en un Ford Galaxy, el número de cervezas que almacena un refrigerador, la cuota de seducciones que se coleccionan en una juventud, surgen también unos personajes que armados con sus contradicciones develan sus soledades y orfandades, tratando de hacerse un lugar, aunque sea en la memoria o en la imaginación, en el cual afianzar su sentido de pertenencia, su sentido de la vida, sencillamente.
Los personajes de Estrella de la calle Sexta adolecen de pasado, como Ken, el Saico y el Güero, sean jóvenes o viejos, mexicanos, gringos, o ninguno pero ambos, hay algo que a cualquier parte los acompaña, sea en el barrio, en la esquina, o en un “mundo reducido a un punto insignificante. Carol: ojos verdes, manos pequeñas. Por tu amor yo daría la vida” (74). Si no se topan es porque seguramente en ese momento cada quien está ocupado en su mundo, en su pequeña historia, tratando de otorgarle un sentido a sus construcciones, añorando lo imposible.
*Crosthwaite, Luis Humberto. Estrella de la calle sexta. México: Tusquets, 2000.
Azucena Hernández estudió la licenciatura en Literatura hispano-mexicana en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En la Universidad de Texas en El Paso colaboró como miembro del consejo de redacción en la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, y fue docente de español; en el 2011 obtuvo su Maestría en Literatura Hispanoamericana. Ha publicado ensayo y narrativa en diversas revistas de México y Estados Unidos. JuárezDialoga ha invitado a Azucena por su interés en la literatura realizada en esta frontera.