Por: Vicente Fernández Sánchez
La historia de oídas tiene la cualidad de convertir un hecho en ficción. Y la ficción deviene en mito en tanto que éste se anega de argumentos e ideas atribuibles a aquellos en los que recayó el tiempo y los sucesos que alimentaron, ya con el pasar de los años, el imaginario colectivo que, en buena parte, termina embadurnando la historia de pequeños cambios que le vuelven absurdos. Nietzsche precisa que un hecho es, y no hay más, el resto serán sólo interpretaciones de ese suceso. Así pues, a modo de Prust, quien apostó a la memoria, intentaré recrear paso a paso lo acontecido en algún mes que se pierde en la memoria de un año muy presente, el dos mil, el preámbulo de un hecho y las miradas que le interpretaron.
Llegué a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez procedente de la Escuela de Diseño del INBA, había cursado algunas materias en la Ciudad de México las cuales me revalidaron sin más. Los requisitos de este nuevo mundo universitario aseguraban cursar algo que se llamaba (no sé si todavía se llama así) Cultura y Sociedad Mexicana, una clase que analizaba precisamente eso. La idea de la asignación que terminó convertida en un cartel fue la de integrar la mexicanidad a un elemento gráfico que retratase un episodio clave en la historia del país.

En mi caso decidí tomar como elemento para el cartel el mito guadalupano que sigue siendo aún hoy en día un ícono clave para entender al mexicano y su atmósfera. No sólo se trataba de mostrar a ese mito como una alteración del mismo gráficamente sino preguntar.
Ya en ese entonces había pasado por mis manos El Arco y la Lira de Octavio Paz, tal vez uno de los mejores ensayos filosóficos sobre el mexicano. Las preguntas que afloraron venían marcadas como una sucesión de ideas que se conjugaban entre si y parecía muy lógico entender aquello a través de la tragedia griega, un recurso que sabía se podía usar y lo que era defendible a través de la palabra. Trataba de dar un salto pero teniendo una red bajo mis pies que estaría construida a través de la argumentación. Edipo Rey, de Sófocles tenía todo aquello que buscaba para que la historia encajara una vez convertido en producto gráfico.
La historia, como ya todos saben, cuenta la vida de Edipo que, en plenitud de funciones como rey descubre que él es el asesino de Layo, su padre y Yocasta, su esposa, es también su madre. Yocasta se suicida y Edipo tras extirparse los ojos pide a Creonte, su cuñado, el destierro, dejándole a sus dos hijas en cuidado. Hasta aquí el argumento y la intención que vi en Edipo para hacerle protagonista del evento. Octavio Paz propone que somos un pueblo con actitud derrotista, desamparado, invisible. Hemos sido conquistados y aquello dejó una huella profunda en nuestro proceder.
La analogía se antojaba casi perfecta, por un lado el mexicano niega al padre, lo español, (lo asesina simbólicamente) y se refugia en la madre (La virgen de Guadalupe) sin saber que ésta, es en efecto, una construcción española. Ambos padres extranjeros que acogen a un mexicano que niega al primero pero vanagloria a la segunda. Porque para el folclor es mejor decir que provenimos de un pasado puramente azteca que de un opresor español. Esto, claro está, dejando de lado lo que ya sabemos sobre la virgen de Guadalupe, un intento por trastocar el culto a Coatlicue, pero eso es otra cosa.
El simbolismo quedaba intacto. Ahí fue la primera vez que me di cuenta de que aquello tenía un potencial interesante. Y podía equivocarme o no, eso podía debatirse, lo que vino después me hizo entender muchas cosas que hasta hoy me dieron una visión más general de dónde estaba parado.
El primero de los hechos fue que el producto gráfico no es, ni remotamente, una pintura, es decir, no soy artista sino diseñador gráfico. Un cartel fue el producto que presenté en el cual se lee en la parte izquierda la frase “¿Qué tan Edipo eres?” y en la otra mitad está la imagen del ayate de Juan Diego retocado digitalmente para insertar en él un cuerpo de una actriz pornográfica que exhibía el sexo y los senos. La cabeza de la virgen quedaba intacta pues la intención era que aquello pareciese como si la virgen misma mostrase sus atributos. Eso fue, a groso modo, lo que se mostró en aquella exposición.
Cuando por fin llegó el momento de mostrar los trabajos del grupo noté que la profesora, creo se llamaba Dora, pareció reprobar con la mirada aquel cartel al grado que decidió ir a “pedir permiso” para poder exponer mi cartel y otro de manufactura similar, sólo que éste mostraba a la virgen como Madonna (No de Boticcelli, sino la artista Pop), con la diferencia de que ese cartel no exponía un desnudo. Raúl Flores Núñez, amigo entrañable de la carrera, fue quien hizo aquella composición. Al parecer los directivos vieron con recelo el cartel que presenté y dieron luz verde para su exhibición. Después de todo, como en las historias donde las buenas costumbres predominan, ¿quién podría decir algo que nunca saldría del espacio universitario?
Recuerdo que hacía frío y eran los exámenes finales, así que debió ser noviembre. La exposición se montó en la única sala que tenía la universidad para exposiciones en ese entonces que se encontraba en la planta baja del edificio “A” de arquitectura en IADA. El cual, por cierto, era la entrada más inmediata hacia el campus. Montamos los trabajos, tomamos algunos refrigerios y nos fuimos de ahí. El día transcurrió como todos aquellos, me fui a casa y descansé, no sabía que aquella tarde algún reportero de El Diario que pasaba por ahí entró a la exposición pidiéndole a su fotógrafo que registrara aquel cartel que, supo, podía ser noticia.
La mañana siguiente llegó mi hermana corriendo a la casa con el diario en la mano y tras una sonrisa me arrojó el periódico diciendo: – Mira, tiene llamado desde la página principal. – En un pequeño recuadro de apenas unos centímetros se veía el cartel con un pequeño pie de foto que decía: “Dibujan Virgen desnuda en la UACJ” eso era todo. No me inmuté, sabía que la curiosidad que despertaba aquello podría quedar sólo en eso pero no sabía que la maquinaria de la censura se había echado a andar desde las cuatro y media de la mañana, hora en que El Diario termina el tiraje del día.
Hay que pensar en el contexto histórico que, sin él, no podría entenderse el por qué del impacto de este cartel. En aquellos días la Arquidiócesis Primada de México estaba de placemes, había por fin logrado que el Vaticano y el Papa Juan Pablo Segundo diera el visto bueno para la Santificación de Juan Diego, por fin, el mito tendría la idolatría inscrita a tinta indeleble y la certificación a la que cualquier mito o leyenda religiosa aspira. Así que cualquier intento de desmitificación debía ser borrado a como diera lugar.
Mi hermana trabajaba en aquella casa editora en aquel entonces, ya avanzada la mañana, recibí su llamada indicándome que debía recuperar lo antes posible el cartel. ¿La razón? Al parecer la noticia causó revuelo tan rápido que había ya quien le ponía precio y, se decía, rondaba en los doscientos mil dólares a esa hora. No supe si aquello era verdad, lo que si sabía era que debía tenerlo. Salí hacia el campus después de pasar por Garay, un compañero de la universidad que tampoco entendía cuál era la molestia generalizada por aquello.
Me di cuenta en cuanto llegué a la sala de exposiciones que no estaba ya el cartel, le habían removido junto con el de Raúl. Inmediatamente fui a las oficinas a preguntar cuál había sido la razón por la cuál habían decidido dejar exhibir el cartel. Me atendió, en aquel entonces, el director de IADA, el cuál no recuerdo su nombre, me dijo que no podían darme el cartel, no había razones para aquello, sólo no podía dármelo. Todavía ahí no entendía la dimensión del asunto, por un lado era evidente que era la primera vez que la UACJ estaba en una situación similar, pero lo más importante y delicado era que al parecer la misma universidad o los directivos tenían órdenes expresas de desaparecer el cartel lo antes posible.
Garay y yo nos retiramos, eran las diez de la mañana y comenzaban a llegar las televisoras buscándome. Les esquivé. Mi hermana me marcaba cada media hora para ver cual era el estado de las cosas y para darme algunos updates de lo sucedido en los medios. A esa hora, pasadas las once de la mañana, la noticia ya era nacional y para la una de la tarde había pasado al plano internacional. Las fuentes informativas, voraces como siempre, comenzaron una cacería para poder ser entrevistado y, sobre todo, juzgado, ni siquiera cuestionado.
Decidí salir del campus cuando unos compañeros me dijeron que había personas, al parecer un grupo de hombres de aspecto robusto que andaban buscándome dentro del campus con la intención de golpearme y, lo que es más, lo decían abiertamente como para dar un mensaje a la comunidad universitaria de qué era lo que sucedía si alguien osaba hacer algo como lo que hice. Nunca supe quien o quienes enviaron a esas personas a golpearme, o si lo hicieron por voluntad propia, a final de cuentas la ira que se desataba tenía más que ver con el hecho de que aquello estaba rodeado de ignorancia por todos lados.
Y es precisamente la ignorancia la que termina provocando la indignación general. Mientras nos alejábamos de IADA, rumbo a Silver Streak que se encontraba en el cruce de la Avenida de las Torres y Jilotepec caí en la cuenta de lo que sucedía. Nadie, a ese momento del día había reparado en la frase que acompañaba al cartel, por lo tanto, la imagen de la virgen de Guadalupe desnuda era todo lo que veían, sólo eso, había una cerrazón y ceguera colectiva que clamaba por mi cabeza y nadie, ni siquiera los directivos de IADA entendía muy bien cómo abordar el asunto pues, supongo, no tenía una puta idea de cómo defenderse a ellos mismos y por eso tomaron la manera más elegante que cualquier régimen sin argumentos hace ante situaciones como esta: elimina el problema de raíz. O lo que es lo mismo “si aquello que causó el problema no existe, el problema se acaba”.
Recibí una llamada de Dora, mi profesora, me invitaba a evaluar el problema; sí, ya era un “problema” aquello para muchos. Me entrevisté por la tarde en IADA, ella y otro asesor, visiblemente nerviosos propusieron que debíamos guardar distancia y que yo no diera entrevistas al respecto. Les hice saber inmediatamente que si temían por alguna represalia por parte de la universidad (lo cual estaba claro que ya sucedía) que no se preocuparan que yo y sólo yo enfrentaría esto, no necesitaba de nadie en ese momento y menos de una institución que le daba la espalda a uno de sus alumnos. También me pasaron un mensaje de los directivos: “Debes firmar un papel donde diga que sólo tu te haces responsable del contenido de ese cartel y que nunca más se volverá a exhibir dentro de cualquier instancia perteneciente a la universidad”. No me pareció justo y les dije que no, que debían devolver el cartel y no tenía porqué firmar nada.
Hasta ahí llego aquello que no duró más de quince minutos. Me fui de ahí más decepcionado de lo que ya estaba. Bienvenidos a la universidad pública y autónoma que rige sus acciones por el miedo a quienes detentaban el poder. Y lo que era peor, al parecer, cosa que confirmé horas después la principal presión venía, en efecto, de la iglesia católica. La noticia siguió su curso y en mi celular comenzaron a aparecer números con áreas desconocidas. No contesté. A las cuatro de la tarde mi hermana volvió a marcar, había hablado con algunos de sus colegas aquí y en la Ciudad de México y poco a poco iba tomando forma el cómo las cosas sucedieron.
La otra historia que nadie supo fue aquella en la que una maquinaria muy rápida intentó dilapidar con todas sus fuerzas aquel cartel y de paso a mi persona. El primer punto se había logrado, el cartel desapareció rápidamente y a mí pues, como cualquier mexicano que ve su vida en peligro por lo que piensa, me escabullí, no estaba para hacerle al héroe y mucho menos para perder la vida en manos de pendejos ignorantes. Lo que sigue no me consta en lo absoluto, es trabajo de periodismo básicamente, por lo tanto, lo cuento como me lo contaron.
El Diario de Juárez terminó su tiraje por la madrugada, se hizo la distribución y llegó, claro está a manos del obispo de esta ciudad en aquel entonces, no recuerdo cómo se llamaba. Él al ver la noticia habló directamente a la representación de la Santa Sede en la Ciudad de México y éstos pidieron consejo directo del mismísimo Vaticano, en Italia. ¿La instrucción? “Párenlo a como de lugar”. Y cómo no, aunque ya entrados en el siglo XXI no podían permitir la duda sobre el mito y más ahora que santificarían a un indio que, para ellos, era como darle legitimidad y sello a una historia que se comenzó a escribir desde 1492. La presión venía de Roma y, suponiendo que una universidad que se dice autónoma no lo es, por lo tanto se vuelve sumisa ante los poderes, tristemente obedeció.
En una sociedad que carecía de los elementos de discrepancia de opinión en ese año (No existía Facebook ni nada parecido con la penetración que ahora conocemos y que si se hubiese dado en estos tiempos no hubiera pasado de algunos memes.) tocó a los medios unilaterales tomar el timón de la información y comenzar un linchamiento mediático. Ahora se trataba de quien debía ser escuchado según su posición de poder. Yo no tenía ninguna y lo sabía.
Me contactó la reportera de El Diario que hizo el reporte para conocer mi punto de vista al respecto. La entrevista telefónica duró unos veinte minutos, di mis razones, mis argumentos, mis observaciones al respecto y antes de terminar la entrevista recordé un decálogo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que tuve pegada unos años en mi cuarto cuando estudiaba la preparatoria en Ciudad Serdán, Puebla. El último párrafo decía: “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero daría la vida por defender tu derecho a decirlo”. Atribuida a Voltaire, el gran pensador francés, aquello se había convertido en mi como un riel moral al cual seguir, de todo eso se trataba ahora, del respeto a las ideas de los demás. Repetí la frase a la reportera a modo de corolario de la entrevista.
Y ¿cuál era entonces la opinión generalizada? Pues los católicos pedía excomulgarme, lo cual lo tomé con gracia, pues a decir verdad mis padres ni siquiera me habían bautizado, crecí en una familia con muchos valores humanos pero ninguno basado en fantasías espirituales. Y eso causó más furor todavía, si por lo menos tuviera algo que podían quitarme simbólicamente creo que podrían haber quedado un poco satisfechos pero al carecer por completo de esa parte la ira aumentó. Por lo tanto eso explicaba por qué lo había hecho: por no estar bautizado.
Como me hubiera gustado que pensaran que hice lo que hice porque había leído a Sófocles, a Paz, a Voltaire; no, no era así, según ellos fue porque carecía de religión y por lo tanto un acto satánico podría ser el culpable. Al parecer no entendían que eso tampoco era posible, pues lo punitivo de un acto basado en la creencia religiosa también debe ser de la misma índole ideológica, es como morderse la cola a ti mismo y yo carecía de ese apéndice.
Hubo tal vez sólo dos personajes que saltaron en defensa, uno fue el escritor Willivaldo Delgadillo profesor de la UACJ, el otro Jorge Humberto Chávez poeta y catedrático de la UACH; y según recuerdo en ese momento ni siquiera leí algo de ellos a mi favor pues entre tanta información navegando sus opiniones se perdieron entre las inmensas aguas que anegaban. Y para atizar la perspectiva al que si le dieron una columna fue a nada menos y nada más que al párroco Hesiquio Trevizo, si, el mismo que a estas horas mientras escribo esto defiende del linchamiento social al sacerdote Aristeo Baca acusado de pederastía. Hesiquio Trevizo firmó una columna acusándome de ignorante, de no haber terminado de leer a Sófocles y de haberle malentendido, muy respetable su opinión y le habría atesorado a no ser porque, en efecto, pertenece a los hilos que precisamente fraguaron el linchamiento social contra mi.
Los días siguientes fueron confusos, primero contesté una entrevista a Radio Francia Internacional, tal vez la única entrevista en la que se interesaron más en el por qué del cartel y no en si estaba mal o no lo que había hecho. La segunda a una radio de Los Ángeles, California en el cual insistieron en lo que yo hacía era algo fuera de proporción y no debía faltarle el respeto a todos aquellos que creen en la dichosa virgen e incluso exigieron en la transmisión que pidiera una disculpa pública en ese momento, claro está que no lo hice, lo que si pedía fue tolerancia la cual, por cierto, tampoco obtuve.
Había entonces dos episodios que se mantenían relacionados o tenían similitudes que incluso el periódico La Jornada los enumeró; haciendo referencia a mi caso La Jornada recordó que empezando ese mismo años dos jóvenes católicos destruyeron la obra “La Patrona” del artista Miguel Ahumada en la ciudad de Guadalajara pues exponía también a la virgen de Guadalupe en situaciones similares, el otro se trataba de una película que se llama Picking the Pieces (2000) de Alfonso Aráu en dónde el protagonista, Woody Allen, personificaba a un carnicero judío que acaba de matar a su mujer, rumbo a México el cadáver pierde una mano, una viejecita ciega se topa con la mano y el milagro se produce, recupera la vista. Una horda acude entonces a la iglesia en busca de más milagros.
Las televisoras locales, en particular el Canal 44 dedicó varias horas de su programación con el afán de exhibirme como alguien que, incluso, merecía la cárcel. Caí en el juego de las declaraciones con ellos al dar una entrevista telefónica mientras se discutía el caso llegando a la conclusión de que “no tenía madre”. Pausa, respiro, así las cosas, Armando. Al tercer día me contactó Univisión a la cual, pensé, sería una televisora que por lo menos no tendría una opinión cargada, no fue así, terminé en la nota roja del programa Primer Impacto.
Al parecer no podía, por más que insistía en explicar claramente la intención del cartel, convencer a la opinión pública de que analizara un poco más a fondo y recordé que es precisamente los medios los que no permiten siquiera el primer análisis. Corrió la tinta por todos lados, se organizó una marcha en desagravio a la virgen, una misa, no sé que más. Aquello parecía la Santa Inquisición con la ventaja hacia mí de que el poder de la iglesia ya no le permitía matar por algo así, de otro modo y en otros tiempo mi persona hubiera terminado en la hoguera.
A una semana de lo ocurrido recuperé por fin el cartel firmando el dichoso papel, con eso le decía a la UACJ que no tuvo los güevos para defender las ideas de sus alumnos y agachó la cabeza de la manera más cobarde posible. Lo que si pasó fue que el siguiente semestre cuando llegué a inscribirme y di mi matrícula para la reinscripción me encontré con la sorpresa de que no existía más, la matrícula había desaparecido y por lo tanto me era imposible ingresar al nuevo semestre. Básicamente para la universidad no existía. Hice algunas diligencias, me moví entre la burocracia universitaria pero no obtuve nada. Me la pusieron así: quieres seguir aquí, pues bien, vuelve a hacer el examen de admisión.
No sabía que pensar, era tan surrealista todo que decidí descansar ese semestre que, de todos modos, ya había perdido. Supongo que mi desaparición de las filas universitarias alimentó un mito innecesario sobre lo que hice, pero estaba ahí presente y lo positivo de esto fue que siguió presente entre aquellos que ingresaban a las filas de la carrera de diseño gráfico, a las de arte, a los comentarios de que había perdido la oportunidad de mi vida por no aprovechar aquel momento de gloria mediática. Lo que nadie sabía es que mi interés de vida nunca fue ese, no tenía por qué arrepentirme de nada, seguiría siendo diseñador y no artista y así fue.
Que todos pensaran que era una pintura o dibujo o cualesquier técnica que un artista maneje favorablemente sólo incrementó la idea del artista fugitivo que terminó en quién sabe dónde vociferando su historia entre un mundo fantástico de copas de vino, cigarrillos y libros.Él aura de una historia se debe a quienes saben de la historia y le agregan o quitan cosas, la historia seguirá siendo de aquellos que le sigan contando, con todo y disparates o situaciones imposibles.
El hecho fue que sucedió y porque sucedió se abrió el debate de qué es lo que debe hacer una institución de educación pública y presumiblemente laica, la lección quedó ahí y espero que el futuro les conmine a quienes recorren el camino de las ideas una mejor universidad la cual no tema decir esta boca es mía, que elimine los intereses creados y que sepan de una vez por todas que en un espacio de esa naturaleza es para que la universalidad de las ideas se de y no se coarte por una cuestión moral ni un sólo pensamiento de los alumnos.
La noche en la que la noticia se volvió de todos yo me encontraba en el patio de mi casa, entre la tierra y los perros pensando, mi hermana llegó y prendió un cigarro, yo hice lo mismo. Volteó a verme y dijo: – ¿Recuerdas el aforismo de Ciorán? – En mi cabeza era en lo único que pensaba. – Sí, le dije con una sonrisa en el rostro. – Aquella frase que me marcó de por vida de ese filósofo rumano era la siguiente: “Concebir un pensamiento, un sólo y único pensamiento, pero que hiciese pedazos el universo”.
México, Marzo 2019. Vicente Fernández Sánchez.
Vicente Fernández Sánchez, diseñador gráfico, egresado de la UACJ en 2010, trabajó como diseñador senior en el Centro Cultural Paso del Norte encargándose de la parte gráfica y audiovisual, además diseñó la página web del tercer, cuarto y quinto Festival Internacional Chihuahua. Escritor de a ratos, lector asiduo y cinéfilo consumado.